Los amantes desconocidos
La tarde suspiraba con un hálito
helado y el sudor se me congelaba entre
los dedos. Dejé la bandolera apoyada en el asiento y me recosté sobre el
respaldo de cristal mientras sentía el peso de mi cuerpo. El día se oscurecía
bajo el anhelo de unos párpados nublados, que se entornan tras las curvas
voluptuosas de los edificios. Levanté la vista; un halo de fuego envolvía el
sol en el horizonte, como un iris que daba paso a una oscuridad iluminada por
mil luciérnagas.
Hacía horas que había olvidado el
calor de las sábanas; deambulando por el cemento de la ciudad. Sin embargo,
cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí latir de nuevo el pecho. El viento
suspiró entre tu cabello y tus rizos, que por dorados le robaban protagonismo
al cielo; acariciaron mi piel y me estremecieron de deseo. Tus labios rojos que
brillan con la sangre que me falta cuando te recuerdo, cuando te sueño con el
reluz del día que me roba tu cuerpo. Ahora me siento renacer, que el sudor que
las horas me han robado tiene sentido. Casi siempre soy yo quien habla; habla o
recita o canta cuánto te quiero. Cuánto me ha hecho esperar este destino
cruento tu llegada. Cuantas noches me he levantado agitado, perdido en el yugo
de las sábanas, ahogado por la soledad del lecho que te aguarda. Y ahora que ha
terminado, ahora que solo espero reencontrarme a tu lado, añoro cada segundo de
los que antes me mortificaban. Ahora lamento que me falten días para compartir contigo.
El autobús paró en seco. Seguí
tus pasos entre el gentío. Sonreí para mis adentros y me despedí en silencio.
Como cada día, deseé despertar, para encontrarme a tu lado soñando de nuevo.