lunes, 23 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (desenlace)

Solo el triste y pelado árbol que adornaba un desconchado rincón del recibidor, recordaba que estábamos en navidad. Yo me afanaba en doblar las servilletas de papel haciendo la forma de cisne que Claire siempre confeccionaba; lo más que conseguía era hacer de ella un doblez inservible. Ya no escuchaba las carreras de  los gemelos, ni el árbol temblaba con el peso de la estrella, ni la chimenea hacía de los calcetines los flecos del alfeizar. No hubo más Navidad desde el accidente.

            Guardé el dinero en el bolsillo que aún conservaba íntegras las costuras. Volví a arrodillarme sobre el colchón, ahora sin preocuparme por el descanso de John, que luchaba consigo mismo para poder respirar. Entre el forro del colchón, escondido en una bolsa de tela; descubrí el oso de peluche que había esperado aquella noche bajo las agujas del abeto de navidad. Ya no tenía el pelo suave, ni los ojos profundos brillantes. Pero seguía siendo capaz de arrancarme una sonrisa.

Recuerdo cuando cumplí dieciocho años. Aquel día mi regalo fue un beso en la mejilla y un frío adiós. Por primera vez en la vida fui libre. Pero no supe qué hacer con esa libertad. Cuando me di cuenta de lo que significaba salir del centro de acogida, me cargué la maleta al hombro y recorrí la ciudad. La casa en la que había crecido estaba ahora en ruinas. La ventana por la que se veía el árbol y en la que se reflejaba el rostro de la lumbre de la chimenea, estaba tapiada. La puerta pendía de una bisagra y las tejas se precipitaban desde el tejado con el aleteo de las palomas. No tuve agallas para entrar.

Todos seguían plácidamente dormidos. Evité la figura de los mendigos que se amontaban en torno al barril. Alguno de ellos ya casi invisible, inmóvil, silenciado el chirriar de la respiración en su pecho, enmudecido, tapado por la nieve que seguía creciendo a su alrededor. Me adentré en el coloquio de resuellos y me incliné sobre el barril. Removí con un palo las cenizas de la lumbre, ya extinguidas, y saqué de uno de los laterales el pliego del periódico que había conseguido resistir el fuego. Lo sacudí, restregando el hollín contra mi abrigo, y envolví el peluche torpemente, haciendo de las columnas un papel de regalo.

Mary dormía profundamente, escondida bajo los ropajes desgarrados y los remiendos de la manta que cubría a su madre. Nunca le había preguntado la edad, no sabía exactamente si era una niña o una adolescente, pero aquella nariz roja, aquellas mejillas coloreadas y su voz estridente delataban el espíritu infantil que la dura vida que llevaba le obligaba a dejar atrás. Levanté la manta, cogí con delicadeza su mano, y dejé bajo su brazo el peluche envuelto, con el trozo de periódico consumido, con la fecha de la edición cubriendo los ojos vidriosos del peluche.
24/12/12
Feliz Navidad, le susurré, besando con delicadeza su frente.
Luego me volví a tumbar en el colchón, pero no me tapé con la manta, no intenté refugiarme del yugo helado de la nieve sobre mi cuerpo, no me acurruqué en la espalda de John. Solo cerré los ojos.
“ La bandeja plateada salió de la cocina y con ella la expectación de la familia alrededor de la mesa…”



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sábado, 21 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (2º parte)

La noche sopló con fuerza, el reflejo azogado del fuego se perdió en las curvas de la nieve, y un periódico voló desde la tranquilidad de su cubo de basura. La hoja quedó enganchada en mis piernas, luchando por liberarse del grillete de mis muslos. La recogí. Las letras ya morían empapadas por la severidad de algún charco. Imaginé aquella hoja vestida de árboles estampados, de trineos dorados y renos pintando la cola de una estrella fugaz. Podría ser un papel de regalo. Lancé la hoja a la boca desfigurada del barril. Las llamas la trataron con indiferencia al principio y la hicieron desaparecer después. No se consumieron las cenizas sin antes dejar constancia de la fecha que, relegada en una esquina, resistía el calor del interior un pedazo del encabezado.

                El árbol se tambaleaba; amenazaba la estrella que descansaba ensartada  con precipitarse desde el ápice, con los golpes que los gemelos le propinaban a las ramas más bajas, escudriñando entre ellas, apartando las agujas para encontrar escondidos, para alienar de su intimidad, los paquetes de los regalos. Uno aseguraba ver las pisadas de Santa perderse en la profundidad de la chimenea del salón. La abuela dormitaba en la mecedora, doblegada por la resaca de la cena, mientras los chicos abrían con entusiasmo los regalos que descansaban bajo su nombre. Los clavos de la chimenea se  doblaban aquejados del peso de los calcetines que soportaban, oscilando con un vaivén juguetón desde el alfeizar de la chimenea. Aún guardo el oso de peluche que me encontré bajo el árbol.

            El aliento helado de la noche volvió a devolverme a la realidad. Las llamas se extinguían lentamente mientras el frío cada vez era más intenso. Nadie había sido testigo de mi peregrinar nocturno, tan solo el reflejo de las luces de Times en el charco de nieve. Di un paso y me alejé del barril, ya casi apagado. Tenía los pies entumecidos, casi me costaba sentir las irregularidades del suelo en la punta de los dedos. Caminé lo justo como para salir de la calle en la que nos escondíamos al mundo, doblé la esquina y corrí. Corrí sorteando los desperdicios que se amontonaban en la trastienda de los negocios, evitando perturbar a otros más afortunados que habían conseguido conciliar el sueño; corrí hasta que mis pies helados se engancharon en una baldosa arpada. Caí de bruces contra el suelo. Dolorida, sintiendo la piel raspada y un hilo de sangre en las rodillas, conseguí salir a Times. Me sentí la protagonista de las luces que recorrían la fachada de los rascacielos. Me llevé la mano a la rodilla, calmé el dolor de la caída, y me incliné sobre la cristalera de un escaparate. De nuevo, salí corriendo, cojeando, sorteando otra vez los desperdicios.
           
Aquella navidad, el árbol había quedado empolvado, guardado en el desván, apresadas sus agujas verdecidas por la mordaza de un pliego de cinta adhesiva. De los clavos de la chimenea pendía cuidadosamente  la tela de una araña que se balanceaba, ajena a su inoportuna situación. La abuela recitaba quedamente, o alzando su vieja voz desgarrada, el recuerdo de su juventud, mientras la casa enmudecía, alienada de la compañía de los gemelos. El marco de la boda de mamá nos daba la espalda y la cocina olía extrañamente a nada.

            Tan solo unos instantes había durado envuelta en la  caricaturesca personalidad de Times, maquillado cada centímetro de miles de luces, inmutable su carácter y voluble el contenido de unas palabras que se desvanecen vagamente en el aire. De vuelta a mi calle comprobé, aliviada, que mi marcha no había influido nada en el sueño de cuantos descansaban en sus jergones, acariciando el húmedo cabecero de ladrillo. La intensa nevada contribuía a nuestro olvido, sepultando bajo un manto blanco la efigie de los habitantes del suelo. Caía osada,  incluso sobre las cenizas humeantes del barril que perecía congelado. Dudé un instante, y luego recordé el motivo de mi apremiante regreso. Me lancé casi sobre el jergón que me cobijaba. John pareció querer enterarse, pero solo emitió un bufido sordo que hizo eco en el cartón vacío. Levanté la manta. Luego tiré con fuerza de la esquina del colchón, y conseguí levantarlo del suelo a la vez que introducía la mano bajo la tela y sacaba un vaso de plástico arrugado. John volvió a revolverse, suspiró con fuerza y, luego, se durmió de nuevo. Le di la vuelta al vaso. El tintineo metálico interrumpió al silencio, las monedas cayeron con un revuelo juvenil, atascándose en las irregularidades del vaso, y quedaron esparcidas entre mis pies. Conté atropelladamente la suma de dinero. Luego, metí los dedos en el vaso, y saqué un  billete de cinco dólares. Había reunido un total de doce dólares.

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viernes, 20 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (1º parte)

Un copo de nieve vino a parar a mis pies. Palidecíamos bajo aquel invierno de ciudad cuyo aliento helado chocaba contra la cristalera de algún cálido hogar. Creo que era yo era la única cuyos ojos aún resistían el paso de las horas. Eran las dos y media de la madrugada. Pude ver la hora en el reflejo de un charco de nieve, en el que caprichosamente se miraba un luminoso de Times.  El cielo no daba pistas, engalanado del arcoíris de las luces que vendían anuncios a una calle desierta. Me di la vuelta y me tapé hasta donde el gorro no llegaba, me acurruqué en el jergón y cerré los ojos. Así traté de hacer frente a una noche que, impertinente, había decidido molestarme.

            El aroma de un horno repleto se perdió entre los gritos de los gemelos; la voz quejumbrosa, y el aliento destilado de la abuela, entonaba con aire desenfadado el “noche de paz”, y los chicos discutían animadamente sobre el dudoso home run de Buz Buxter en la Super Bowl. El mayor argumentaba, controlando atentamente el fastuoso nivel de su copa de whisky, que la pelota había sido lanzada antes de tiempo. El mediano escuchaba con desaprobación la explicación del mayor, asegurando que en realidad había sido un partido amañado y la carrera, un hito acordado de antemano. Claire colocaba las servilletas cuidadosamente enrolladas en sí mismas, con la punta bordada creando el delicado cuello de algún ave literaria, mientras, tras ella, los gemelos enfrentaban en cruenta batalla a los cisnes bordados. La bandeja plateada salió de la cocina y con ella la expectación de la familia alrededor de la mesa.

            El sueño del aroma del pavo hizo que me despertase. Ahora me incorporé. Nada había cambiado. Tan solo el tacto áspero de la manta envuelta en mil copos de nieve. Agité cuidadosamente el pelo de John, haciendo que los cristales helados se precipitaran al abismo del colchón. Ahora no pude ignorarme a mí misma. No pude cerrar de nuevo los ojos. Me puse de pie. Bajo la manta, el frío de la noche parecía encontrar una barrera; pero fuera cada inspiración conseguía estremecerme. John dormía a pierna suelta. El mechón que yo había liberado de la pesadez del invierno relucía, de nuevo, espejo de la farola que parpadeaba sobre nosotros. La yema de sus dedos sobresalía amoratada por los descosidos de los guantes de punto que vestía, y casi con la tenue aura de calor que desprendía, estrechaba entre sus brazos la abertura mordisqueada de un cartón de vino. Pasé sobre la silueta de sus piernas y me acerqué al barril que ocupaba el centro. El crepitar del fuego emitía un dulce sonido, que casi invitaba a ensimismarse en la forma de las lenguas que se elevaban desde el interior. Saqué las manos de la profundidad del abrigo e intenté acariciar la danza de las llamas. Alcé la vista de nuevo al cielo, intentando encontrar ahora el rastro anaranjado de una estrella fugaz; oscuridad tan solo, y nada más.
            Qué lejano el recuerdo y, sin embargo, cercana la sensación que me invadía al imaginar a toda la familia sentada alrededor de la mesa. Yo apenas recordaba aquel instante.

            Me miré en la superficie pulida del barril. Las líneas irregulares me devolvieron la imagen de mi rostro. Aún pude distinguir entre el brillo apagado de mi cabello y el asta de mis cejas, la timidez de unos ojos azules que había aprendido a olvidar. El abrigo que me cubría apenas me permitía sacar las manos de una manga interminable. Me desabroché los botones, dejé caer la prenda al suelo, y volví a inclinarme sobre el espejo del lomo de la lumbre. El jersey de cuello alto disimulaba el contorno de mi pecho, y un cinturón ajustado desdibujaba el recuerdo de mi cadera. Recorrí mi cuerpo con lentitud, me detuve en cada evidencia, escondida bajo el lastre de vivir en la calle; como si quisiera acordarme de él, como si ya nunca más fuera a ser capaz de reconocerme a mí misma. 

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viernes, 29 de noviembre de 2013

Desaceleración económica

Había pasado la noche en vela meditando aquellas palabras, tratando de buscar la forma de engañarme a mí mismo, de conseguir que sonara menos... nefasto.
Ahora, el murmullo acalorado del hemiciclo corta la respiración y censura mis últimos intentos de improvisar la comparecencia.
Las luces del techo se antojan cegadoras, reflejadas en el atril de caoba. Todavía sigo sentado en el butacón azul del pasillo. Me pregunto si mi discurso arrancará los más sinceros aplausos o sumirá la sala en un estrepitoso abucheo.
Creo que me han llamado en varias ocasiones antes de que el ministro de mi derecha me saque del trance con un codazo nervioso.
Me levanto y bajo despacio los pocos escalones enmoquetados que me separan del centro. El micrófono está  abierto, y mi respiración agitada retumba en los altavoces.
De repente, todo queda en silencio. Despego los labios y luego, aguardo un instante. ¿Existirá esta palabra?

Suspiro, y luego, entono en voz alta –Nos encontramos en una etapa de desaceleración económica…

Historia participante en el concurso del blog "Esta noche te cuento"

jueves, 28 de noviembre de 2013

Nunca tuve tantas ganas de besarte

Ya tan solo nos iluminaba el parpadeo intermitente del fluorescente del andén. El día se había consumido tan rápido, que apenas recordaba cuando había empezado. La estación aguardaba extrañamente desierta y mis mejillas se ruborizaban bajo la caricia del viento helado. 
De repente, una ráfaga de viento atravesó nuestros cuerpos. El billete salió volando y yo corrí para alcanzarlo, antes de que echara el vuelo. Lo guarde con celo en el bolsillo. Apenas sentía los dedos, que resguardados en el fondo del abrigo, dudaban si retirar de mis labios el pelo. Finalmente, él se inclinó un momento e interponiendo el vaho de su respiración entre nuestros cuerpos, acarició mis labios, retiró mi pelo, y calentó con sus manos mi cuello.
La noche arrastró el susurro de un chirrido. Una luz crecía desde lo lejos, y un eco metálico; anunció el tren.
Me costaba distinguir el final de sus manos rodeándome, acariciando la comisura de un beso que ensayaba tristemente entre sus dedos. Ya no recordaba el sabor de sus labios, el sonido de sus te quieros, ya se me hacía extraña la calidez de su pecho. ¿Era lo que quería?, ¿ésto es lo que había olvidado?... ¿lo era?, ¿cómo podía haberlo olvidado?
Las puertas se cerraron y tan solo salió un pitido de dentro. El tren se marchó y yo corrí unos instantes tras la ventana y las luces y la cabina donde iba Pedro. Solo quería decirle que nunca había tenido tantas ganas de darle un beso.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Memories

Los brazos extendidos, los ojos cerrados; tan fuerte que apenas el atardecer me desvela. El pelo enredado juega en mis mejillas y el viento, el viento sopla tan fuerte que apenas me oigo a mí mismo.
¿Debería seguir esa última ola? y dejarme llevar siempre... y perderme entre las aguas, ¡y no volver!
O quizás, juntar los brazos, abrir los ojos; tan de repente, que el atardecer me ciegue. Desenredar mi pelo y gritar, gritar más fuerte que el viento, para recordarle que el próximo año, nos veremos de nuevo 

martes, 26 de noviembre de 2013

Mistletoe

Los últimos rayos se extinguían tras  las cumbres blanquecinas. El atardecer sangraba en el horizonte, y el viento helado, mecía una rama de muérdago sobre nuestras cabezas. Congelado el tiempo bajo el caprichoso balanceo de aquella rama, separados nuestros labios por su respiración entrecortada; buscábamos la excusa perfecta para fundirnos en un beso interminable. Acerqué mis labios a los suyos y acaricié su mejilla con la punta de mi nariz helada.
 Desde el interior, el alboroto de una botella descorchada, nos interrumpió. Yo desperté de aquel sueño en el que nunca había cerrado los ojos. Ella separó su cuerpo y yo, dejé escapar sus manos. 
Nunca había reunido el valor para besarla, pero seguía esperando cada año ese momento, en el que me permitía soñar que ella me amaba.

jueves, 31 de octubre de 2013

Puntos suspensivos (desenlace)

En la calle nada había cambiado. La oscuridad volvía a cegarnos y solo la luz del farol de la parte delantera permitía adivinar el trazado. “¡Seguidme!” Aquella figura descendía entre la oscuridad que nos rodeaba, presta, sin dirigirnos palabra. Yo corría y trotaba a ratos para ser capaz de cogerla. Al final se detuvo delante de un edificio. La fachada lloraba ladrillos rotos, la ventanas tenían carreras de arriba a abajo y largas grietas decoraban el diseño. Abrió sin llamar, se introdujo en el primero. La puerta también estaba abierta. En el suelo, derrumbado sobre la alfombra apolillada, un cuerpo desnutrido, sosteniendo con el último aliento de su corazón un mendrugo de pan mohoso. En una esquina lloraban dos mujeres, una joven de facciones marcadas, la otra castigada por el látigo del tiempo. Ambas sonrisas fallecidas con el rigor mortis instalado en sus mejillas de las que había huido el rubor. La figura de la capucha se agachó, tiró del pecho del hombre muerto, abrió el saco y lo volvió a cerrar. Sus ojos se cerraron y sus pupilas se hicieron enormes.
-¡Salgamos! No me separaré mucho de ellas.
Salimos como habíamos entrado. El olor era ahora insoportable.
-Me voy, tengo trabajo hoy. Cuidado con el epílogo de la calle.
Nos despedimos sin decir adiós. Me habían prohibido las fórmulas de cortesía.
            Seguimos descendiendo. Vagabundos sangrando su miseria en los portales de aquellas chabolas destruidas. Mujeres de pudor desarraigado fornicando contra las columnas que sostenían los inestables edificios. Levanté la vista. Otro pequeño farolillo tras el que se escondía una pareja de buitres desdentados permitía observar un árbol alto, que se balanceaba fuertemente con el viento. Éste tenía las ramas deshidratadas, las yemas carroñadas. El fulgor de la vida le había abandonado hacía tiempo.
-No te quedes atrás -me dijo el personaje con tono impertinente.
Nos cruzamos con un caballero: gabardina hasta los pies, sombrero de copa y órbitas desencajadas. “¡Félix!”, saludó al personaje. Éste le contestó con un grosero asentimiento.
-¿Félix? –Reí- ¿De dónde sale semejante nombre?
-Félix Puente. ¿No me había presentado?
-¡Yo no te he dado nombre!
Se paró, me miró colérico, me increpó.
-Yo… ¡Me llamo como quiero! ¡Deja de hacer de mí la pantalla de tus frustraciones! ¡Deja de medir el aire que respiro!
            Yo también me paré. Le agarré del brazo, autoritario. En definitiva a mí era al que pertenecía la custodia de sus pensamientos.
-No tienes ningún derecho a hablarme así. ¡Cállate! Solo eres la invención de un loco presidiario… -arrepintiéndome de haberme tachado de tal cosa- ¡De un presidiario!
            No entraba en razón, se movía a un lado y al otro, un tic nervioso se había apoderado de uno de sus párpados, aquellos que yo dibujaba bajo la luz de la luna. Los soportales desangelados pronto se convirtieron en grada de los que esperaban satisfacer sus instintos animales.
-Unos trazos desafortunados te han dado la vida al abrigo de una noche de soledad, de libertad frustrada. ¿Qué te hace pensar que gozas de entidad propia? Tu único sustento es la sangre que llora mi pluma.
-¿Crees que eres más real que yo? La única diferencia entre nosotros es que yo, en tinta, soy eterno y tú, perecedero.
-¿Eso crees? -saqué una pequeña navaja, aquella que deslizaba acariciando el papel para eliminar los borrones de la pluma.
-¿Qué haces con eso? Suelta –se acercó y me agarró con fuerza el brazo- ¡Tírala! ¡No me vas a borrar!
-¡Has ido demasiado lejos!
Forcejeamos. Era indiscutiblemente más fuerte que yo y la ira le daba una clara ventaja. Me tropecé, caí de espaldas. Aquel falso Félix no respondía. ¡Basta! ¡No! ¡No desapareceré! No podía controlarlo, el brazo me flojeó, la navaja se acercó peligrosamente a mi estómago. Un empujón fortuito hizo que se deslizara hasta chocar con una de mis costillas. Un torrente de sangre se abrió paso tiñendo la blancura de mi camisa desabrochada. Se asustó, soltó la navaja. Yo sentía cómo la vida chorreaba con la sangre. Asustado. Muerto de miedo. Corriendo despavorido. Se perdió en la oscuridad mientras gritaba al silencio “¡Soy Félix Puente!” para acallar el eco de su conciencia. Yo me desangraba en la acera. No era ahora tan diferente al hombre de aquella estancia. Las bestias que se escondían entre las sombras se trasfiguraban alargando sus dedos cadavéricos para asaltarme en mi último aliento.
-¡Yo! –cada palabra me robaba un segundo de vida- ¡Yo! Que os he dado la vida… -Los adoquines se ruborizaban con el torrente de sangre que perdía- ¿Así me lo pagáis? –Nadie hacía nada. Moría en la calle tan solo como llevaba años haciéndolo en mi celda.
 Cerré los ojos, me acurruqué en el final de la calle y me quedé tendido sobre...
Observaba inmiscuyéndome entre los barrotes de aquel oscuro agujero. El quinqué ya no burbujeaba, la pluma había caído al suelo y la cabeza del escritor descansaba sobre el blanco roto de la hoja. Las últimas palabras que los rayos más agudos distinguían en su papel eran “…me quedé tendido sobre…”

            Continuaba pintando de negro el cielo. Colocando luceros en la inmensidad de aquel manto de nada. La luz abandonó la sala, un río de sangre goteaba hasta el suelo de la celda. La oscuridad anunció su muerte.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Nightmare

La ventana emitía un quejido agónico, mecida por el vaivén estremecedor de la noche. Las cortinas volaban y dibujaban la efigie de mil sombras en las paredes. Abrí los ojos un instante, y traté de averiguar que se escondía entre la oscuridad, pero apenas era capaz de retirar el filo del edredón. Entorné los ojos un instante, y luego, los abrí de golpe. Estaba incorporada. Retiré la ropa de mi cuerpo, y puse un pie en el firme helado de la habitación.
La madera crujió con fuerza y las luces que hasta ahora bailaban, se detuvieron un instante. 
Empujé el marco de la ventana, venciendo el frío que trataba de huir de la noche, y la ventana se cerró. Ahora solo se escuchaba el eco de mi respiración agitada.
Se habían desdibujado las lineas de la cama, sumidas como yo, en la más sincera oscuridad. Caminé despacio, tanteando cada paso. Un giro a la izquierda, ahora dos pasos más y entonces, perdí el equilibrio, tropecé con las patas curvas de la mecedora, y caí al suelo. De repente, me sentí tremendamente indefensa, acurrucada sobre la gélida madera del piso. Quise levantarme y apoyé una mano en el extremo del edredón bordado. Me dolía el tobillo, hice un esfuerzo, y me agarré al respaldo de la mecedora. Algo extraño, sin embargo, pasaba. No notaba el tacto áspero de la madera en mis dedos, si no la cálida sensación de una caricia en ellos. Retiré la mano de inmediato y corrí, cayendo de nuevo, ahora brutalmente contra el suelo. La mecedora se tambaleó y se precipitó como yo. Gateé, deslizándome sobre la alfombra junto al espejo. 
Las sombras se movían ahora más veloces, seguían mi torpe huida  y me increpaban desde el cobijo de la nada que nos envolvía. Ahora sí logré correr cojeando hasta la puerta. Apenas conseguía encontrar el cerrojo, tanteando el pomo, mientras miraba de reojo la misteriosa cara que me perseguía. La puerta se abrió, yo corrí, busqué sin éxito la luz del cuarto, tenía que llegar al teléfono, apenas unos rayos acertaban a iluminar el pasillo y él asediaba mis pasos y trataba de descifrar su rostro y cuando ya huía de mí misma; olvidé las escaleras.
Durante un instante, perdí el contacto con el suelo, y luego, tras golpear mi nuca contra el  escalón, rodé unos metros, y me quedé inmóvil junto al teléfono. Un hilo de sangre tiñó la moqueta, y ahora, acallado el eco de mi respiración entrecortada, todo quedó en silencio.
Arriba, las ventanas se abrieron de nuevo y el camisón de seda que había acariciado mis dedos, se precipitó al suelo.

lunes, 28 de octubre de 2013

Hipocresía

 Junto a la iglesia de las Soledades, el párroco alternaba con las prostitutas que se refugiaban de la frialdad de la noche en el pórtico de la parroquia. Su camisa negra echaba de menos el alzacuellos, que se refugiaba huidizo en el bolsillo del pantalón; en el que los casados ocultan su estado civil, y utilizaba su sermón de amor fraternal para regatear el precio de un revolcón en la sacristía. 

Puntos suspensivos (segunda parte)

Los edificios se extinguían con la luz de la Luna. Comenzaba una calle fría, de atmósfera de novela negra. Las paredes que nos rodeaban estaban pintadas, escritas de arriba a abajo. “¡No puedo leer lo que pone!” A lo lejos se distinguía una tímida luz. La seguimos como si de un faro se tratase.
A medida que descendíamos la luz se hacía más intensa. Los edificios eran más bajos, ventanas rotas, mirillas arpadas, vocerío tras las puertas. Seguíamos rodeados de aquellas paredes pintarrajeadas por completo. Un golpe seco asesinó el silencio que reinaba. “¡Corten!” El signo de exclamación fue el quejido de las bisagras de una claqueta.
-¿Lo has oído?
-Claro… aquí la vida es un teatro.
            En un instante la calle comenzó a hervir. De detrás de las paredes salieron cientos de personas. Las fachadas ajadas, geriátricas, de los edificios se quedaron acostadas sobre las borriquetas de madera que las soportaban. Una de ellas se resbaló. Todo un edificio de cuatro plantas de derrumbó delante nuestra. Era de cartón, plano, planchado con la rasera del horizonte. Incluso un hombre me hizo señales con unos tristes ojos de vitalidad desarraigada. Se agachó, despegó del suelo los propios adoquines que lo cubrían, los comenzó a enrollar y, como si de una alfombra se tratase, el suelo comenzó a reptar bajo nuestros pies.
-Y… ¿Esto es normal? -Pregunté.
-¿Normal? ¿La vida… dices?… pues, sí, de lo más normal. Debo reconocer que hoy se han excedido, normalmente no suele tener más de cinco actos.
-¿La vida?
-Sí, sí… la vida.
Encogiéndome de hombros, anonadado, sin saber en qué realidad lo real existía, seguimos nuestro camino.
 “¡No pises!” Me dijo al llegar al edificio de cartón derrumbado.
-¡Debe servir para mañana! Para volver a representar la obra…
-¿De la vida?
-Ya te he dicho que sí.
Aún estaba confundido. Seguimos hacia la lucecita, haciendo mutis por el foro.
            Al fin llegamos a la luz. Colgaba una vela inquieta de un farolillo de forja que encerraba en su interior aquella lengua incandescente. Debajo del farol había un cartel con una flecha dibujada hacia la derecha.
-Debemos ir por detrás.
-¿A dónde?
-Vamos a tomar una copa y a charlar.
Rodeamos la pared de ladrillo. Esta vez me acerqué y la toqué. Era de verdad. Antes de alcanzar la puerta, mientras doblábamos la esquina, una algarabía de gritos y maullidos asustó mis pensamientos.
-¿Y eso?
-Una timba. Pasaremos rápido. El interior es más acogedor.
            En medio del callejón, débilmente iluminados con una vela que sostenía uno de los jugadores, había un puñado de hombres tirados entre la porquería de la calle, apostando a las cartas. Uno, el que iluminaba los naipes, llevaba una toga hecha girones y una peluca mal cardada blanca de talco. La sombra de la llama solo permitía adivinar su nariz carroñera y sus uñas aguileñas que estrangulaban la cera que chorreaba. El resto llevaba trajes caros, pero sucios, con el nudo de la corbata mordisqueado, con los mocasines roídos. En el centro de la timba, amontonado, monedas de reluciente oro, un cuadro, una carpeta de folios (“Sumario”, se leía) y un hombre. Éste último estaba erguido, con las piernas encogidas sujetas por los brazos. De su cuello colgaba un cartel pintado a bolígrafo: “Ciudadano” ponía.
-¿Quiénes son?-Pregunté sorprendido por aquella imagen
-Políticos… déjales, no nos concierne - Contestó con un hilo de voz, casi inaudible.
            Pasamos discretamente por su lado, sin mirarles siquiera. Uno llevaba full de ases, otro escalera de color. Ambos se relamían ante la posibilidad de hincarle el diente al ciudadano.
            Al final entramos en el bar. Era un lugar grande, oscuro y lleno de gente. La música percutía un extraño ritmo en mi cerebro que me invitaba a quedarme. “¡Sígueme!” Anduvimos. Todo me resultaba extraño. Un hombre llevaba a la espalda a otro, abrazado a su cuello.
-¡Vaya! ¿Has visto eso? -Dije señalando (groseramente, por cierto) al hombre y su acompañante.
-Sí.
-¿No te parece extraño?
-¿No los hay en lo que tú llamas realidad?
-Haber… ¿El qué?
-Parásitos. Solo son sanguijuelas oportunistas. ¡Se acerca! ¡Cuidado!
            El hombre saltó desde la espalda de su antiguo huésped hasta otro hombre que cruzaba delante de nosotros. No se inmutó. Aquel parásito se enroscó nuevamente a su espalda. Tenía la cara roja, las venas dilatadas. El  nuevo hospedador decidió comerse un trozo de pan con algo pringoso untado por encima. El hombre de la espalda se comió la mitad.
-¡Rápido! No te retrases.
Aquel lugar era sin duda un simposio de inmorales. Caminamos entre la gente.
-No saludes. No mires a los ojos. No dejes pasar. No digas…
            Su verborrea jugueteaba con aquel cálido sentimiento de desinhibición que me embaucaba. “¡Por favor!”, Dije, apartando a un señor. Éste se volvió, me miró extrañado, frunció el ceño. “¡Apártate, payaso!”
-¿Qué haces? Pero vamos… -me juzgaba apuntalándome con su dedo índice- ¿Por qué has dicho eso?
-Intentaba ser amable… dije bajando la cabeza mientras una mujer, escasamente vestida, me empujaba.
-Precisamente. Aquí la amabilidad no existe.- meneó la cabeza.
Llegamos a lo que yo catalogué como el final de aquel antro interminable. Había tres asientos. Cada uno ocupamos nuestro lugar. Una extraña figura; túnica negra, guadaña afilada y falange encarnada, se sentó en el tercero. Nos trajeron unas copas.
-          Hacía tiempo que no te veía-le reprendió mi personaje.
-          Son tiempos difíciles. He tenido trabajo –adujo, dejando en el suelo un saco de arpillera descolorido- Pero, salgamos de aquí. Terminaré una tarea. Venid.
            Diligentes obedecimos. “¡Paga!” Me dijo el personaje. En aquella esquina hay un banco. Fui hacia donde me dijo. Horadado en la pared un pequeño agujero como una capilla. Detrás de unos gruesos barrotes, un cerdo, con la piel rosada, la cola enrollada y vestido de chaqué, dejó de revolcarse en un barro de billetes verdes y preguntó.
-¿Qué- oinq- desea?
-Pagar la cuenta.
-Firme- me tendió un formulario- ¿Qué dice?
-Me cede una décima parte de su alma…
-¿Qué? –había perdido parte del hígado con el alcohol y encima me costaba parte del alma también.
-¡Han sido dos absentas!-Firmé a regañadientes.
Cruzamos el club rápidamente, ahora sin detenernos. Ellos se perdieron tras la puerta. Yo me quedé parado.
-¿Es Dante?
-¡Sí! ¿Y usted?
-No lo tengo muy claro…
-ya… ¿Al purgatorio?-preguntó.

- Al final-le indiqué. Se fue y yo salí.

sábado, 26 de octubre de 2013

Puntos suspensivos (primera parte)

Puntos suspensivos
            El candil de petróleo arrojaba una débil luz sobre el escritorio. La noche se cernía sobre el penal y la oscuridad adornaba el coloquio de locos de la cárcel. Las risas y llantos se oían por doquier, los monólogos despertaban el silencio en que yo me arropaba, en que yo me refugiaba para no caer también en la locura. Un guardia recorría el corredor con la porra en la mano. Acariciaba con el lomo del instrumento los barrotes de las celdas. “¡A la cama!” “¡Dormirse, ratas!” Yo regulaba la llama con la ruedecilla de aleación del candil y entonces la celda se dormía profundamente.
            Anhelaba por encima de todo la libertad. La única de la que disfrutaba me la regalaban los rayos de la luna que se colaban intrépidos por el ventanuco excavado en la fría pared. Cogí mi pluma, regulé la luz del candil y, desafiando la noche, escribí. Los rayos de la luna zigzagueaban entre los barrotes. Herí de muerte de tinta la blancura velada del papel.
            Miraba el contorno de la cuidad. Las cúpulas más altas desafiaban la posición de los astros del firmamento. Ascendía lentamente en la lejanía. Estaba y no estaba a la vez. Seguro que los habitantes de cada una de aquellas pequeñas lucecitas, me decía, me consideran tan suya como los sentimientos que les asaltan a diario, como las pasiones que no controlan. No obstante, soy algo tan etéreo que resulta osado buscarme un nombre. A medida que ganaba altura entre los ronquidos impertinentes de los relojes de las cúpulas más altas, el destello azogado que desprendía bañaba como un tenue susurro las calles de la ciudad. Todas iluminadas, obsequiadas. Todas menos una. Sí… soy la Luna. Pero no juzguéis esta calle hasta que no saboreéis cada rincón, cada canto rodado de la calle empedrada.
            El guardia volvió a pasar. “¡No te hagas el loco!” No me hace falta, vivo en un eterno encierro. Mataría, otra vez, por ver cara a cara el viento, por sentir el color de las flores… “¡Apaga!” El candil dejó de burbujear. La luz se apagó. La Luna, sin embargo, parecía acompañarme en mi narración. La mesa se iluminó, la sonata del circo de ratones hacía las veces de narrador. Sigo…
            Soy distinto y en realidad articulo los pensamientos del pintor que me escribe. Pienso cada frase y le digo: “¡Calla!” No pongas en mis labios aquello de lo que mi boca pueda arrepentirse. ¡No me hagas mensajero de tus temores!... ¡Ven! ¡Baja a dónde la acción se escribe con mayúsculas, donde ser en tinta y ser en hueso es todo uno!  Y él asentía, se rascaba la barbilla y decía… sí. Y continuaba escribiendo.
            Una mano- que sin tener dedos- era mano, salió del papel. Intenté zafarme pero el piso irregular hizo que me cayera de bruces al suelo. “¡Entra!” Me agarró. Tiró de mí. Era tan fuerte como yo la había concebido en mi mente, tan decidida como había perfilado con mis letras. No pude hacer otra cosa.
            Tiré de él y entró conmigo. Solos, los dos, en la  calle.
-¡Por fin, y mira que ha costado, vas a vivir lo que tu mente atormentada piensa, lo que deseas y lo que más temes y no sabes!
No me decía nada, se había quedado totalmente mudo, ahora el que necesitaba que le escribieran  el diálogo era él. Un narrador narrado.

            Me miraba, tocaba mi cara, me pellizcaba las mejillas. “¡Estás aquí!” Me decía aquel artefacto de mi imaginación. “¡Sígueme!” Y yo, sin saber qué hacer, le seguía. Ahora él mandaba, él creaba.
            Era de noche. La luz de la Luna bañaba el reflejo de los cristales. Aquellos rayos juguetones jugaban a perseguirse con nuestras sombras. La calle era amplia, flanqueada a ambos lados por altos edificios, sobrios, austeros, con el gesto de la fachada forzado, con los labios permanentemente sonriendo. Un álamo alto, estilizado, de figura aburguesada, indolente, se mecía alegremente. La punta de sus ramas embarazadas; los brotes deseando estallar. Denotaba fuerza, vitalidad… primavera.
            Seguimos avanzando por la calle. El personaje no me miraba. Caminaba por el centro del pasillo flanqueado, tarareando en voz baja, conversando con el cuello de su camisa. De repente me paré.
-¿Oyes eso?
-¿Recuerdas? Oigo lo que tú quieres…
-Es el llanto de un niño.
            Dejamos de hablar. Alcé la vista y me puse de puntillas. Una mujer gemía amargamente recostada contra la pared de uno de aquellos edificios de chaqué. “¿Se encuentra bien?” No estaba seguro de qué idioma hablaba, supongo que el que yo quisiera… Me acerqué.
-¿Qué te crees que haces?
-¡Debemos ayudar a esa mujer!
-¡No! Aquí -sonó enfadado aquel no caciquil- hay normas.
            Seguimos nuestro camino. El llanto de la vida me asaltaba a cada paso que daba. Al final cedí a mis sentimientos. No dije nada. Solo la observé. Era bella, con el cabello despeinado meciéndose dulcemente sobre su tez clara. Estaba sangrando; exhalaba fuertemente; agradecida, quizás aliviada. A su lado, recostado contra sus senos, un niño recién nacido, aún con el cordón umbilical ensangrentado unido a su ombligo. “¿No deberíamos hacer algo?” “¡No! Ella lo hace sola, lo debe hacer sola.”
Continuó.
-Naturaleza…- dijo haciendo una reverencia con el bombín de su cabeza.
-Caballero… -le contestó con un sutil asentimiento.
-¿Es la…?
-Es lo que tú quieras.
            Continuamos bajando. Curiosamente, la luz de aquella espléndida luna que había concebido al abrigo de la soledad de mi húmeda mazmorra, hacía un inciso en su peregrinación por la ciudad. La calle, más estrecha ésta, que estaba delante de nosotros, que tenía un brusco desnivel, estaba a oscuras. Mi personaje se adelantó. Sacó una regla del bolsillo, un aparato de medir de madera con los números rayados a intervalos regulares de espacio, y… se agachó.
-Perpendicular. Ni un centímetro más que ayer.
-¿El qué?
-La luz.
-¿No tiene luz?
-¿El qué?
-Pues, la luna.
-Aquí decimos Luna, con mayúscula.
-¿Por qué?
-Porque solo hay una, para no confundirla.
-¿Con cuál si solo hay una?
-Con la real, la que ilumina tu mesa cuando el candil no burbujea.
-¿Cómo sabes eso?
-Estoy en tu mente.
Tuve que hacer un inciso para tomar aire después de aquella riña metalingüística.
-Entonces, ¿No tiene luz la Luna?

-Sí… pero esta calle siempre está a oscuras.  La Luna dibuja una línea recta perfecta. Dicen que tiene miedo de entrar. Pasemos nosotros.

jueves, 17 de octubre de 2013

Adiós

Historia participante en el  "III certamen de relato corto... para mesilla de noche"... ¿Te gusta? Sígueme!!
Apenas iluminaba unos palmos el débil parpadeo del flexo sobre el escritorio. Toda la estancia oscura, el edredón doblado sobre su esqueleto de plumas y un compás hiriente garabateando un folio.
El silencio que la rodeaba resultaba casi doloroso. Entre las líneas temblorosas distinguía una "i" con un diminuto corazón de acento. ¿Me atrevería a aprovechar la oportunidad de aquel descuido?, escribía.
Di unos pasos y me incliné sobre su hombro.
¿Por qué no se amontonan las fotos en mi cuarto?, ni siento la caricia de un abrazo... ¿Soy yo?, ¿es mi culpa?, nadie me ha enseñado a ser feliz.
Grabó sus iniciales y tiró de la cuerda del flexo. Ahora sí quedamos sumidos en un gran desconcierto.
Solo la luz del móvil reveló la sombra de su cuerpo. "Siento que la vida me resulte tan insoportable", envió. Y luego, lo bloqueó de nuevo.
Dejó correr el grifo un instante. Un grito brotó del baño y ahogó un eco metálico golpeando el suelo. Me estremecí, se me heló la sangre, cerré con fuerza los ojos; y el grifo seguía abierto.
El móvil sonó, un mensaje, después otro. Vibraba sobre el lavabo, pero esta vez, ya nadie contestaba.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni siquiera un rayo de sol

Ni siquiera un rayo de sol. La mañana aún dormitaba, y en el cielo, un tinte azabache se resistía a la llegada del amanecer. Había dejado la persiana medio abierta para que la claridad del día hiciera de despertador, pero no había sido necesario. Apenas había podido conciliar el sueño.
            Hacía seis años que había llegado, con una mochila a la espalda en la que los libros no cabían, y una maleta, una maleta granate con las costuras rematadas en marrón. Atrás había quedado Barcelona. El fallecimiento de mis padres había sido el punto de inflexión de una vida cosmopolita, de corretear entre sus tiendas de moda y la nouvelle ciusine de sus restaurantes. Aún de luto y con el alma encogida por mi prematura orfandad, me monté en el tren de las diez y media. Cuando llegué a Madrid, Atocha se me hacía pequeña; qué ingenua, Guadalajara, me asfixiaba. Recuerdo la cara de mi abuela, la caricia de su mano en mi mejilla y sus palabras de aliento. Me recibió un cartel pintado en el que se leía Pastrana. Pero ella quería lo mejor, y me mandó a la capital. Pronto, los estudiantes de la residencia pasaron a ser mi familia.
La maleta había resistido el calvario de mi trato ingrato, sus rotos y sus descosidos eran el testimonio de todo cuanto dejaba atrás.
Retiré la sábana de mi cuerpo y me incorporé. La luz iba tomando fuerza y ya casi podía distinguir el contorno de la silla en la que descansaba mi ropa. El suelo se estremeció bajo la presión de mis pies desnudos, hasta que llegué a la silla casi corriendo, evitando el contacto con la fría tarima de la sala. Me puse una chaqueta fina sobre la blusa azul. Volví la vista a la mesilla. Los billetes del autobús se balanceaban sobre la cartera con el viento que entraba por la ventana.
            Salí de la residencia y cerré la puerta. Había escuchado aquel portazo a diario, pero hoy significaba mucho más, hoy no era ni siquiera un “hasta luego”; hoy era un “adiós”.
            Las estrellas habían desaparecido hacía ya tiempo y solo el contorno de la luna se podía distinguir entre la copa de los árboles. Caminaba por Iparraguirre. Las flores de las acacias caían sobre mis hombros. Hacía a diario aquel camino y nunca me había resultado tan efímero. Miré los bustos que flaqueaban el paseo. Me paré en el primero. Los labios metálicos de la duquesa esgrimían una sonrisa forzada. Di unos pasos más. El rostro de Alvarfañez irradiaba la autoridad de su tez curtida en las batallas, de la cota de malla del casco acariciando sus mejillas. Siempre me habían observado, siempre habían cruzado sus miradas, invariables, en sus esqueletos de granito. Pero yo nunca me había fijado, había vivido seis años en Guadalajara y mi paso por ella había sido como el de un fantasma, caminado con anteojeras, sin disfrutar cada rincón, o la sombra de cada árbol o el canto de cada pájaro inclinado sobre las fuentes de Santo Domingo. Allí estaban, durmientes, pasmadas con mi presencia, preparadas para silbar la melodía del agua cayendo hasta el suelo.
            La Calle Mayor sí que había sido el albergue de mi peregrinar diario. Todos los días la utilizaba, todos los días había pisado sus adoquines y había esquivado a los transeúntes con los que me cruzaba. Pero ellos eran como yo. Nunca se habían parado a apreciar la hermosura de sus curvas. Me senté en uno de los prominentes maceteros que flanqueaban el atrio de su comienzo. Abrí los ojos tanto como las cuencas me permitieron. Intentaba comprender la curvatura del pino que crecía sobre el edificio adyacente. Un pino que resistía erguido, encerrado en su cárcel de forja, tras la verja de una casa blanca, como un artefacto de la fragua de Hefesto. Nunca la había visto abierta, nunca nadie dentro. Siempre me había cautivado su estricta belleza. En la esquina, un acordeonista hacía toser el fuelle de su instrumento. Quizás por la premura del despertar, las notas salían trabadas, como si aquellos dedos no fueran capaces de presionar una tecla solamente. La pastelera de enfrente abrió de par en par las puertas de su negocio. El aroma del pan recién hecho se mezcló con el aire que elegía la calle para soplar. Me paré delante de la tienda. La mujer colocaba el escaparate con la delicadeza con la que se peina a una novia. Cada pasta y cada bizcocho, emborrachado en sí mismo.
            La calle de mi instituto se aproximaba. No pensaba ir a la puerta. Prefería no verlo. Me asaltaban imágenes de nuestras carreras por las escaleras, lanzando tizas al aire, escabulléndonos bajo la atenta mirada de los artesonados de madera. Ojalá lo hubiera contemplado antes.
            Me lamentaba por el comienzo de mi regreso. Ya había acabado mis estudios y por ende, mi estancia en la capital. Como la hija pródiga de la ciudad condal, me disponía a regresar, a descubrir en ella la Universidad. Me lamentaba por no haber sabido apreciar antes las puntas de lanza que apuñalaban la fachada del Infantado, por no saber perderme entre sus laberintos; me lamentaba por no volver a caminar entre las copas frondosas de San Roque, por no adivinar el Ocejón conquistando el horizonte; me lamentaba por haber perdido la oportunidad de escuchar los relojes de sus campanarios…
            -Señorita… ¿me permite su billete?
            Volví la cabeza al mural de Guadalajara de la estación de autobuses. Nunca me había fijado en los olivos, que hacían de pie de foto del mural, ni en la cúpula difícil de forja que envolvía el ayuntamiento.
            -Señorita… ¿va a subir?
            Le daba vueltas al billete, mareándolo entre mis manos.
            -No –dije, retirándome de la cola- creo que no.

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jueves, 10 de octubre de 2013

BREVE HISTORIA DE MIS HISTORIAS GALARDONADO CON EL LIEBSTER AWARD


Es todo un orgullo comunicar que el blog BREVE HISTORIA DE MIS HISTORIAS  ha sido premiado con el galardón Liebster Award, que nos ha concedido el blog MÁS QUE PALABRAS.


Es un premio que se concede entre bloggers a blogs que cuentan con un  número inferior a 200 seguidores y que permite dar publicidad y difusión a estas magnificas plataformas en las que a veces, tanto cuesta conseguir nuevos visitantes.
La aceptación del premio está sujeta al cumplimiento de las siguientes normas:

1.-Nombrar al blog que te concede el premio y agradecerlo públicamente.
2.-Responder a las once preguntas que te hayan formulado.
3.- Conceder el premio a once blogs y proponerles once preguntas.
4.-Visitar los blogs premiados junto al tuyo.
5.-Informar a los blogueros de su premio.

Así que, encantado de recibir el Liebster Award, paso a cumplir las normas: 

1.- Agradezco el premio al blog MÁS QUE PALABRAS, por confiar en mi proyecto a pesar de su corta andadura. A Mariano, la pluma de blog y a Begoña, su relaciones públicas.

2.-Aquí respondo a las once preguntas:

¿Cómo se te ocurrió crear un blog?
Durante muchos años he escrito relatos, cuentos y novelas, y siempre me las he quedado para mí o se las he leído a mis amigos. Después de tanto tiempo y tantas historias acumuladas, quería probar suerte y compartir con todo el mundo esta afición.

¿Cuánto tiempo dedicas a tu blog?
Depende, hay noches que me acuesto con los primeros rayos de sol publicando entradas, y otras semanas lo abandono. Intento conectarme al menos una vez al día para ver cómo progresa.

¿Publicitas tus entradas en las redes sociales?
Siempre que publico una entrada creo un enlace a facebook y twitter. Es una forma instantánea de dar a conocer lo que subes a tu blog.

¿Qué puede encontrar la gente en tu blog que lo haga diferente al resto?
Escribo de todo. Desde un relato de cien palabras hasta novelas de trescientas páginas. Lo que más me gusta es publicar relatos breves por entregas e ir poniendo fragmentos poco a poco. Creo que es una iniciativa que te obliga a esta pendiente del blog.

¿Eres seguidor de otros blogs?
Sí, por supuesto. Leer lo que otros escriben me ayuda a ampliar mis horizontes y me enseña siempre algo nuevo.

¿Qué debe tener un blog para que te hagas seguidor?
Supongo que debe conmoverme. Si leo las dos o tres primeras entradas y me hacen asentir satisfecho, lo sigo sin duda. Si por el contrario me dejan indiferente, no sigo leyendo.

¿Tienes más de un blog?, en tal caso, ¿es de temática similar?
No tengo otro blog pero participo activamente en blogs de literatura y en blogs de bonsais, otra de mis grandes pasiones.

¿A qué personaje histórico te habría gustado conocer?
Creo que habría disfrutado de un café en compañía de Lope de Vega. Me parece increíble su producción literaria y me entusiasma su historia de conquistador turbulenta.

¿Eres más de e-book o de libro en papel?
Me temo que en este caso no renuncio a un buen libro en papel. Me entusiasma ver las hojas que me queda para llegar al desenlace.

Un libro que te haya marcado.
Las ciudades invisibles, de Italo Calvino.

A la hora de elegir un libro, ¿consultas blogs de reseñas?
No suelo hacerlo. Me dejo guiar por mi experiencia con esos autores o simplemente por la recomendación de algún amigo.

3.- Mis once blogs premiados son: 
280 y punto
Eternidades y pegos
Microrelatos y otras historias
Bonsai Alcarria
AM Bonsai
Pequeñas tretas
Directorios literarios
Blog de literatura romántica y otros géneros
Leo en el océano
100x100 micros
Letras hablantes

Aquí van mis preguntas:

¿Te inspira visitar otros blogs para escribir tus entradas?
¿Sueles dejar comentarios en los blogs que visitas?
¿Te ayudan las redes sociales a multiplicar tus visitar?
¿Cuál a sido la forma más efectiva de darte a conocer?
¿Qué no querrías ver nunca en tu blog?
¿Utilizas el blog como pasatiempo o para promocionar tu negocio?
¿Mantienes el formato de tu blog o lo cambias a menudo?
Un consejo para un blogger primerizo
¿Prefieres recibir comentarios o seguidores?
Una película que nunca olvidarás
Nombra la entrada que más te gusta de todas las que has puesto.


Y finalmente tengo que decir que he visitado el resto de blogs que han recibido el premio. Me he llevado una grata sorpresa y ya cuentan con un nuevo seguidor.
Muchas gracias por todo y no dudes en visitarme!!!