sábado, 26 de octubre de 2013

Puntos suspensivos (primera parte)

Puntos suspensivos
            El candil de petróleo arrojaba una débil luz sobre el escritorio. La noche se cernía sobre el penal y la oscuridad adornaba el coloquio de locos de la cárcel. Las risas y llantos se oían por doquier, los monólogos despertaban el silencio en que yo me arropaba, en que yo me refugiaba para no caer también en la locura. Un guardia recorría el corredor con la porra en la mano. Acariciaba con el lomo del instrumento los barrotes de las celdas. “¡A la cama!” “¡Dormirse, ratas!” Yo regulaba la llama con la ruedecilla de aleación del candil y entonces la celda se dormía profundamente.
            Anhelaba por encima de todo la libertad. La única de la que disfrutaba me la regalaban los rayos de la luna que se colaban intrépidos por el ventanuco excavado en la fría pared. Cogí mi pluma, regulé la luz del candil y, desafiando la noche, escribí. Los rayos de la luna zigzagueaban entre los barrotes. Herí de muerte de tinta la blancura velada del papel.
            Miraba el contorno de la cuidad. Las cúpulas más altas desafiaban la posición de los astros del firmamento. Ascendía lentamente en la lejanía. Estaba y no estaba a la vez. Seguro que los habitantes de cada una de aquellas pequeñas lucecitas, me decía, me consideran tan suya como los sentimientos que les asaltan a diario, como las pasiones que no controlan. No obstante, soy algo tan etéreo que resulta osado buscarme un nombre. A medida que ganaba altura entre los ronquidos impertinentes de los relojes de las cúpulas más altas, el destello azogado que desprendía bañaba como un tenue susurro las calles de la ciudad. Todas iluminadas, obsequiadas. Todas menos una. Sí… soy la Luna. Pero no juzguéis esta calle hasta que no saboreéis cada rincón, cada canto rodado de la calle empedrada.
            El guardia volvió a pasar. “¡No te hagas el loco!” No me hace falta, vivo en un eterno encierro. Mataría, otra vez, por ver cara a cara el viento, por sentir el color de las flores… “¡Apaga!” El candil dejó de burbujear. La luz se apagó. La Luna, sin embargo, parecía acompañarme en mi narración. La mesa se iluminó, la sonata del circo de ratones hacía las veces de narrador. Sigo…
            Soy distinto y en realidad articulo los pensamientos del pintor que me escribe. Pienso cada frase y le digo: “¡Calla!” No pongas en mis labios aquello de lo que mi boca pueda arrepentirse. ¡No me hagas mensajero de tus temores!... ¡Ven! ¡Baja a dónde la acción se escribe con mayúsculas, donde ser en tinta y ser en hueso es todo uno!  Y él asentía, se rascaba la barbilla y decía… sí. Y continuaba escribiendo.
            Una mano- que sin tener dedos- era mano, salió del papel. Intenté zafarme pero el piso irregular hizo que me cayera de bruces al suelo. “¡Entra!” Me agarró. Tiró de mí. Era tan fuerte como yo la había concebido en mi mente, tan decidida como había perfilado con mis letras. No pude hacer otra cosa.
            Tiré de él y entró conmigo. Solos, los dos, en la  calle.
-¡Por fin, y mira que ha costado, vas a vivir lo que tu mente atormentada piensa, lo que deseas y lo que más temes y no sabes!
No me decía nada, se había quedado totalmente mudo, ahora el que necesitaba que le escribieran  el diálogo era él. Un narrador narrado.

            Me miraba, tocaba mi cara, me pellizcaba las mejillas. “¡Estás aquí!” Me decía aquel artefacto de mi imaginación. “¡Sígueme!” Y yo, sin saber qué hacer, le seguía. Ahora él mandaba, él creaba.
            Era de noche. La luz de la Luna bañaba el reflejo de los cristales. Aquellos rayos juguetones jugaban a perseguirse con nuestras sombras. La calle era amplia, flanqueada a ambos lados por altos edificios, sobrios, austeros, con el gesto de la fachada forzado, con los labios permanentemente sonriendo. Un álamo alto, estilizado, de figura aburguesada, indolente, se mecía alegremente. La punta de sus ramas embarazadas; los brotes deseando estallar. Denotaba fuerza, vitalidad… primavera.
            Seguimos avanzando por la calle. El personaje no me miraba. Caminaba por el centro del pasillo flanqueado, tarareando en voz baja, conversando con el cuello de su camisa. De repente me paré.
-¿Oyes eso?
-¿Recuerdas? Oigo lo que tú quieres…
-Es el llanto de un niño.
            Dejamos de hablar. Alcé la vista y me puse de puntillas. Una mujer gemía amargamente recostada contra la pared de uno de aquellos edificios de chaqué. “¿Se encuentra bien?” No estaba seguro de qué idioma hablaba, supongo que el que yo quisiera… Me acerqué.
-¿Qué te crees que haces?
-¡Debemos ayudar a esa mujer!
-¡No! Aquí -sonó enfadado aquel no caciquil- hay normas.
            Seguimos nuestro camino. El llanto de la vida me asaltaba a cada paso que daba. Al final cedí a mis sentimientos. No dije nada. Solo la observé. Era bella, con el cabello despeinado meciéndose dulcemente sobre su tez clara. Estaba sangrando; exhalaba fuertemente; agradecida, quizás aliviada. A su lado, recostado contra sus senos, un niño recién nacido, aún con el cordón umbilical ensangrentado unido a su ombligo. “¿No deberíamos hacer algo?” “¡No! Ella lo hace sola, lo debe hacer sola.”
Continuó.
-Naturaleza…- dijo haciendo una reverencia con el bombín de su cabeza.
-Caballero… -le contestó con un sutil asentimiento.
-¿Es la…?
-Es lo que tú quieras.
            Continuamos bajando. Curiosamente, la luz de aquella espléndida luna que había concebido al abrigo de la soledad de mi húmeda mazmorra, hacía un inciso en su peregrinación por la ciudad. La calle, más estrecha ésta, que estaba delante de nosotros, que tenía un brusco desnivel, estaba a oscuras. Mi personaje se adelantó. Sacó una regla del bolsillo, un aparato de medir de madera con los números rayados a intervalos regulares de espacio, y… se agachó.
-Perpendicular. Ni un centímetro más que ayer.
-¿El qué?
-La luz.
-¿No tiene luz?
-¿El qué?
-Pues, la luna.
-Aquí decimos Luna, con mayúscula.
-¿Por qué?
-Porque solo hay una, para no confundirla.
-¿Con cuál si solo hay una?
-Con la real, la que ilumina tu mesa cuando el candil no burbujea.
-¿Cómo sabes eso?
-Estoy en tu mente.
Tuve que hacer un inciso para tomar aire después de aquella riña metalingüística.
-Entonces, ¿No tiene luz la Luna?

-Sí… pero esta calle siempre está a oscuras.  La Luna dibuja una línea recta perfecta. Dicen que tiene miedo de entrar. Pasemos nosotros.

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