Los edificios se
extinguían con la luz de la Luna. Comenzaba una calle fría, de atmósfera de
novela negra. Las paredes que nos rodeaban estaban pintadas, escritas de arriba
a abajo. “¡No puedo leer lo que pone!” A lo lejos se distinguía una tímida luz.
La seguimos como si de un faro se tratase.
A medida que
descendíamos la luz se hacía más intensa. Los edificios eran más bajos,
ventanas rotas, mirillas arpadas, vocerío tras las puertas. Seguíamos rodeados
de aquellas paredes pintarrajeadas por completo. Un golpe seco asesinó el
silencio que reinaba. “¡Corten!” El signo de exclamación fue el quejido de las
bisagras de una claqueta.
-¿Lo
has oído?
-Claro…
aquí la vida es un teatro.
En un instante la calle comenzó a hervir. De detrás de
las paredes salieron cientos de personas. Las fachadas ajadas, geriátricas, de
los edificios se quedaron acostadas sobre las borriquetas de madera que las
soportaban. Una de ellas se resbaló. Todo un edificio de cuatro plantas de
derrumbó delante nuestra. Era de cartón, plano, planchado con la rasera del
horizonte. Incluso un hombre me hizo señales con unos tristes ojos de vitalidad
desarraigada. Se agachó, despegó del suelo los propios adoquines que lo
cubrían, los comenzó a enrollar y, como si de una alfombra se tratase, el suelo
comenzó a reptar bajo nuestros pies.
-Y…
¿Esto es normal? -Pregunté.
-¿Normal?
¿La vida… dices?… pues, sí, de lo más normal. Debo reconocer que hoy se han
excedido, normalmente no suele tener más de cinco actos.
-¿La
vida?
-Sí,
sí… la vida.
Encogiéndome
de hombros, anonadado, sin saber en qué realidad lo real existía, seguimos
nuestro camino.
“¡No pises!” Me dijo al llegar al edificio de
cartón derrumbado.
-¡Debe
servir para mañana! Para volver a representar la obra…
-¿De
la vida?
-Ya
te he dicho que sí.
Aún
estaba confundido. Seguimos hacia la lucecita, haciendo mutis por el foro.
Al fin llegamos a la luz. Colgaba una vela inquieta de un
farolillo de forja que encerraba en su interior aquella lengua incandescente. Debajo
del farol había un cartel con una flecha dibujada hacia la derecha.
-Debemos
ir por detrás.
-¿A
dónde?
-Vamos
a tomar una copa y a charlar.
Rodeamos
la pared de ladrillo. Esta vez me acerqué y la toqué. Era de verdad. Antes de
alcanzar la puerta, mientras doblábamos la esquina, una algarabía de gritos y
maullidos asustó mis pensamientos.
-¿Y
eso?
-Una
timba. Pasaremos rápido. El interior es más acogedor.
En medio del callejón, débilmente iluminados con una vela
que sostenía uno de los jugadores, había un puñado de hombres tirados entre la
porquería de la calle, apostando a las cartas. Uno, el que iluminaba los naipes,
llevaba una toga hecha girones y una peluca mal cardada blanca de talco. La
sombra de la llama solo permitía adivinar su nariz carroñera y sus uñas
aguileñas que estrangulaban la cera que chorreaba. El resto llevaba trajes
caros, pero sucios, con el nudo de la corbata mordisqueado, con los mocasines
roídos. En el centro de la timba, amontonado, monedas de reluciente oro, un
cuadro, una carpeta de folios (“Sumario”,
se leía) y un hombre. Éste último estaba erguido, con las piernas encogidas
sujetas por los brazos. De su cuello colgaba un cartel pintado a bolígrafo: “Ciudadano” ponía.
-¿Quiénes
son?-Pregunté sorprendido por aquella imagen
-Políticos…
déjales, no nos concierne - Contestó con un hilo de voz, casi inaudible.
Pasamos discretamente por su lado, sin mirarles siquiera.
Uno llevaba full de ases, otro escalera de color. Ambos se relamían ante la
posibilidad de hincarle el diente al ciudadano.
Al final entramos en el bar. Era un lugar grande, oscuro
y lleno de gente. La música percutía un extraño ritmo en mi cerebro que me
invitaba a quedarme. “¡Sígueme!” Anduvimos. Todo me resultaba extraño. Un hombre
llevaba a la espalda a otro, abrazado a su cuello.
-¡Vaya!
¿Has visto eso? -Dije señalando (groseramente, por cierto) al hombre y su
acompañante.
-Sí.
-¿No
te parece extraño?
-¿No
los hay en lo que tú llamas realidad?
-Haber…
¿El qué?
-Parásitos.
Solo son sanguijuelas oportunistas. ¡Se acerca! ¡Cuidado!
El hombre saltó desde la espalda de su antiguo huésped
hasta otro hombre que cruzaba delante de nosotros. No se inmutó. Aquel parásito
se enroscó nuevamente a su espalda. Tenía la cara roja, las venas dilatadas.
El nuevo hospedador decidió comerse un
trozo de pan con algo pringoso untado por encima. El hombre de la espalda se
comió la mitad.
-¡Rápido!
No te retrases.
Aquel
lugar era sin duda un simposio de inmorales. Caminamos entre la gente.
-No
saludes. No mires a los ojos. No dejes pasar. No digas…
Su verborrea jugueteaba con aquel cálido sentimiento de
desinhibición que me embaucaba. “¡Por favor!”, Dije, apartando a un señor. Éste
se volvió, me miró extrañado, frunció el ceño. “¡Apártate, payaso!”
-¿Qué
haces? Pero vamos… -me juzgaba apuntalándome con su dedo índice- ¿Por qué has
dicho eso?
-Intentaba
ser amable… dije bajando la cabeza mientras una mujer, escasamente vestida, me
empujaba.
-Precisamente.
Aquí la amabilidad no existe.- meneó la cabeza.
Llegamos
a lo que yo catalogué como el final de aquel antro interminable. Había tres
asientos. Cada uno ocupamos nuestro lugar. Una extraña figura; túnica negra,
guadaña afilada y falange encarnada, se sentó en el tercero. Nos trajeron unas
copas.
-
Hacía tiempo que no te veía-le reprendió
mi personaje.
-
Son tiempos difíciles. He tenido trabajo
–adujo, dejando en el suelo un saco de arpillera descolorido- Pero, salgamos de
aquí. Terminaré una tarea. Venid.
Diligentes obedecimos. “¡Paga!” Me dijo el personaje. En
aquella esquina hay un banco. Fui hacia donde me dijo. Horadado en la pared un
pequeño agujero como una capilla. Detrás de unos gruesos barrotes, un cerdo,
con la piel rosada, la cola enrollada y vestido de chaqué, dejó de revolcarse
en un barro de billetes verdes y preguntó.
-¿Qué-
oinq- desea?
-Pagar
la cuenta.
-Firme-
me tendió un formulario- ¿Qué dice?
-Me
cede una décima parte de su alma…
-¿Qué?
–había perdido parte del hígado con el alcohol y encima me costaba parte del
alma también.
-¡Han
sido dos absentas!-Firmé a regañadientes.
Cruzamos
el club rápidamente, ahora sin detenernos. Ellos se perdieron tras la puerta.
Yo me quedé parado.
-¿Es
Dante?
-¡Sí!
¿Y usted?
-No
lo tengo muy claro…
-ya…
¿Al purgatorio?-preguntó.
-
Al final-le indiqué. Se fue y yo salí.
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