Ni
siquiera un rayo de sol. La mañana aún dormitaba, y en el cielo, un tinte
azabache se resistía a la llegada del amanecer. Había dejado la persiana medio
abierta para que la claridad del día hiciera de despertador, pero no había sido
necesario. Apenas había podido conciliar el sueño.
Hacía seis años que había llegado,
con una mochila a la espalda en la que los libros no cabían, y una maleta, una
maleta granate con las costuras rematadas en marrón. Atrás había quedado
Barcelona. El fallecimiento de mis padres había sido el punto de inflexión de
una vida cosmopolita, de corretear entre sus tiendas de moda y la nouvelle
ciusine de sus restaurantes. Aún de luto y con el alma encogida por mi
prematura orfandad, me monté en el tren de las diez y media. Cuando llegué a
Madrid, Atocha se me hacía pequeña; qué ingenua, Guadalajara, me asfixiaba.
Recuerdo la cara de mi abuela, la caricia de su mano en mi mejilla y sus
palabras de aliento. Me recibió un cartel pintado en el que se leía Pastrana.
Pero ella quería lo mejor, y me mandó a la capital. Pronto, los estudiantes de
la residencia pasaron a ser mi familia.
La maleta había resistido el calvario de
mi trato ingrato, sus rotos y sus descosidos eran el testimonio de todo cuanto
dejaba atrás.
Retiré la sábana de mi cuerpo y me
incorporé. La luz iba tomando fuerza y ya casi podía distinguir el contorno de
la silla en la que descansaba mi ropa. El suelo se estremeció bajo la presión
de mis pies desnudos, hasta que llegué a la silla casi corriendo, evitando el
contacto con la fría tarima de la sala. Me puse una chaqueta fina sobre la
blusa azul. Volví la vista a la mesilla. Los billetes del autobús se
balanceaban sobre la cartera con el viento que entraba por la ventana.
Salí de la residencia y cerré la
puerta. Había escuchado aquel portazo a diario, pero hoy significaba mucho más,
hoy no era ni siquiera un “hasta luego”; hoy era un “adiós”.
Las estrellas habían desaparecido
hacía ya tiempo y solo el contorno de la luna se podía distinguir entre la copa
de los árboles. Caminaba por Iparraguirre. Las flores de las acacias caían
sobre mis hombros. Hacía a diario aquel camino y nunca me había resultado tan
efímero. Miré los bustos que flaqueaban el paseo. Me paré en el primero. Los
labios metálicos de la duquesa esgrimían una sonrisa forzada. Di unos pasos
más. El rostro de Alvarfañez irradiaba la autoridad de su tez curtida en las
batallas, de la cota de malla del casco acariciando sus mejillas. Siempre me
habían observado, siempre habían cruzado sus miradas, invariables, en sus
esqueletos de granito. Pero yo nunca me había fijado, había vivido seis años en
Guadalajara y mi paso por ella había sido como el de un fantasma, caminado con
anteojeras, sin disfrutar cada rincón, o la sombra de cada árbol o el canto de
cada pájaro inclinado sobre las fuentes de Santo Domingo. Allí estaban,
durmientes, pasmadas con mi presencia, preparadas para silbar la melodía del
agua cayendo hasta el suelo.
La Calle Mayor sí que había sido el
albergue de mi peregrinar diario. Todos los días la utilizaba, todos los días
había pisado sus adoquines y había esquivado a los transeúntes con los que me
cruzaba. Pero ellos eran como yo. Nunca se habían parado a apreciar la
hermosura de sus curvas. Me senté en uno de los prominentes maceteros que
flanqueaban el atrio de su comienzo. Abrí los ojos tanto como las cuencas me
permitieron. Intentaba comprender la curvatura del pino que crecía sobre el
edificio adyacente. Un pino que resistía erguido, encerrado en su cárcel de forja,
tras la verja de una casa blanca, como un artefacto de la fragua de Hefesto.
Nunca la había visto abierta, nunca nadie dentro. Siempre me había cautivado su
estricta belleza. En la esquina, un acordeonista hacía toser el fuelle de su
instrumento. Quizás por la premura del despertar, las notas salían trabadas,
como si aquellos dedos no fueran capaces de presionar una tecla solamente. La
pastelera de enfrente abrió de par en par las puertas de su negocio. El aroma
del pan recién hecho se mezcló con el aire que elegía la calle para soplar. Me
paré delante de la tienda. La mujer colocaba el escaparate con la delicadeza con
la que se peina a una novia. Cada pasta y cada bizcocho, emborrachado en sí
mismo.
La calle de mi instituto se
aproximaba. No pensaba ir a la puerta. Prefería no verlo. Me asaltaban imágenes
de nuestras carreras por las escaleras, lanzando tizas al aire, escabulléndonos
bajo la atenta mirada de los artesonados de madera. Ojalá lo hubiera
contemplado antes.
Me lamentaba por el comienzo de mi
regreso. Ya había acabado mis estudios y por ende, mi estancia en la capital.
Como la hija pródiga de la ciudad condal, me disponía a regresar, a descubrir
en ella la Universidad. Me lamentaba por no haber sabido apreciar antes las puntas
de lanza que apuñalaban la fachada del Infantado, por no saber perderme entre
sus laberintos; me lamentaba por no volver a caminar entre las copas frondosas
de San Roque, por no adivinar el Ocejón conquistando el horizonte; me lamentaba
por haber perdido la oportunidad de escuchar los relojes de sus campanarios…
-Señorita… ¿me permite su billete?
Volví la cabeza al mural de
Guadalajara de la estación de autobuses. Nunca me había fijado en los olivos,
que hacían de pie de foto del mural, ni en la cúpula difícil de forja que
envolvía el ayuntamiento.
-Señorita… ¿va a subir?
Le daba vueltas al billete,
mareándolo entre mis manos.
-No –dije, retirándome de la cola-
creo que no.
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