miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni siquiera un rayo de sol

Ni siquiera un rayo de sol. La mañana aún dormitaba, y en el cielo, un tinte azabache se resistía a la llegada del amanecer. Había dejado la persiana medio abierta para que la claridad del día hiciera de despertador, pero no había sido necesario. Apenas había podido conciliar el sueño.
            Hacía seis años que había llegado, con una mochila a la espalda en la que los libros no cabían, y una maleta, una maleta granate con las costuras rematadas en marrón. Atrás había quedado Barcelona. El fallecimiento de mis padres había sido el punto de inflexión de una vida cosmopolita, de corretear entre sus tiendas de moda y la nouvelle ciusine de sus restaurantes. Aún de luto y con el alma encogida por mi prematura orfandad, me monté en el tren de las diez y media. Cuando llegué a Madrid, Atocha se me hacía pequeña; qué ingenua, Guadalajara, me asfixiaba. Recuerdo la cara de mi abuela, la caricia de su mano en mi mejilla y sus palabras de aliento. Me recibió un cartel pintado en el que se leía Pastrana. Pero ella quería lo mejor, y me mandó a la capital. Pronto, los estudiantes de la residencia pasaron a ser mi familia.
La maleta había resistido el calvario de mi trato ingrato, sus rotos y sus descosidos eran el testimonio de todo cuanto dejaba atrás.
Retiré la sábana de mi cuerpo y me incorporé. La luz iba tomando fuerza y ya casi podía distinguir el contorno de la silla en la que descansaba mi ropa. El suelo se estremeció bajo la presión de mis pies desnudos, hasta que llegué a la silla casi corriendo, evitando el contacto con la fría tarima de la sala. Me puse una chaqueta fina sobre la blusa azul. Volví la vista a la mesilla. Los billetes del autobús se balanceaban sobre la cartera con el viento que entraba por la ventana.
            Salí de la residencia y cerré la puerta. Había escuchado aquel portazo a diario, pero hoy significaba mucho más, hoy no era ni siquiera un “hasta luego”; hoy era un “adiós”.
            Las estrellas habían desaparecido hacía ya tiempo y solo el contorno de la luna se podía distinguir entre la copa de los árboles. Caminaba por Iparraguirre. Las flores de las acacias caían sobre mis hombros. Hacía a diario aquel camino y nunca me había resultado tan efímero. Miré los bustos que flaqueaban el paseo. Me paré en el primero. Los labios metálicos de la duquesa esgrimían una sonrisa forzada. Di unos pasos más. El rostro de Alvarfañez irradiaba la autoridad de su tez curtida en las batallas, de la cota de malla del casco acariciando sus mejillas. Siempre me habían observado, siempre habían cruzado sus miradas, invariables, en sus esqueletos de granito. Pero yo nunca me había fijado, había vivido seis años en Guadalajara y mi paso por ella había sido como el de un fantasma, caminado con anteojeras, sin disfrutar cada rincón, o la sombra de cada árbol o el canto de cada pájaro inclinado sobre las fuentes de Santo Domingo. Allí estaban, durmientes, pasmadas con mi presencia, preparadas para silbar la melodía del agua cayendo hasta el suelo.
            La Calle Mayor sí que había sido el albergue de mi peregrinar diario. Todos los días la utilizaba, todos los días había pisado sus adoquines y había esquivado a los transeúntes con los que me cruzaba. Pero ellos eran como yo. Nunca se habían parado a apreciar la hermosura de sus curvas. Me senté en uno de los prominentes maceteros que flanqueaban el atrio de su comienzo. Abrí los ojos tanto como las cuencas me permitieron. Intentaba comprender la curvatura del pino que crecía sobre el edificio adyacente. Un pino que resistía erguido, encerrado en su cárcel de forja, tras la verja de una casa blanca, como un artefacto de la fragua de Hefesto. Nunca la había visto abierta, nunca nadie dentro. Siempre me había cautivado su estricta belleza. En la esquina, un acordeonista hacía toser el fuelle de su instrumento. Quizás por la premura del despertar, las notas salían trabadas, como si aquellos dedos no fueran capaces de presionar una tecla solamente. La pastelera de enfrente abrió de par en par las puertas de su negocio. El aroma del pan recién hecho se mezcló con el aire que elegía la calle para soplar. Me paré delante de la tienda. La mujer colocaba el escaparate con la delicadeza con la que se peina a una novia. Cada pasta y cada bizcocho, emborrachado en sí mismo.
            La calle de mi instituto se aproximaba. No pensaba ir a la puerta. Prefería no verlo. Me asaltaban imágenes de nuestras carreras por las escaleras, lanzando tizas al aire, escabulléndonos bajo la atenta mirada de los artesonados de madera. Ojalá lo hubiera contemplado antes.
            Me lamentaba por el comienzo de mi regreso. Ya había acabado mis estudios y por ende, mi estancia en la capital. Como la hija pródiga de la ciudad condal, me disponía a regresar, a descubrir en ella la Universidad. Me lamentaba por no haber sabido apreciar antes las puntas de lanza que apuñalaban la fachada del Infantado, por no saber perderme entre sus laberintos; me lamentaba por no volver a caminar entre las copas frondosas de San Roque, por no adivinar el Ocejón conquistando el horizonte; me lamentaba por haber perdido la oportunidad de escuchar los relojes de sus campanarios…
            -Señorita… ¿me permite su billete?
            Volví la cabeza al mural de Guadalajara de la estación de autobuses. Nunca me había fijado en los olivos, que hacían de pie de foto del mural, ni en la cúpula difícil de forja que envolvía el ayuntamiento.
            -Señorita… ¿va a subir?
            Le daba vueltas al billete, mareándolo entre mis manos.
            -No –dije, retirándome de la cola- creo que no.

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