jueves, 31 de octubre de 2013

Puntos suspensivos (desenlace)

En la calle nada había cambiado. La oscuridad volvía a cegarnos y solo la luz del farol de la parte delantera permitía adivinar el trazado. “¡Seguidme!” Aquella figura descendía entre la oscuridad que nos rodeaba, presta, sin dirigirnos palabra. Yo corría y trotaba a ratos para ser capaz de cogerla. Al final se detuvo delante de un edificio. La fachada lloraba ladrillos rotos, la ventanas tenían carreras de arriba a abajo y largas grietas decoraban el diseño. Abrió sin llamar, se introdujo en el primero. La puerta también estaba abierta. En el suelo, derrumbado sobre la alfombra apolillada, un cuerpo desnutrido, sosteniendo con el último aliento de su corazón un mendrugo de pan mohoso. En una esquina lloraban dos mujeres, una joven de facciones marcadas, la otra castigada por el látigo del tiempo. Ambas sonrisas fallecidas con el rigor mortis instalado en sus mejillas de las que había huido el rubor. La figura de la capucha se agachó, tiró del pecho del hombre muerto, abrió el saco y lo volvió a cerrar. Sus ojos se cerraron y sus pupilas se hicieron enormes.
-¡Salgamos! No me separaré mucho de ellas.
Salimos como habíamos entrado. El olor era ahora insoportable.
-Me voy, tengo trabajo hoy. Cuidado con el epílogo de la calle.
Nos despedimos sin decir adiós. Me habían prohibido las fórmulas de cortesía.
            Seguimos descendiendo. Vagabundos sangrando su miseria en los portales de aquellas chabolas destruidas. Mujeres de pudor desarraigado fornicando contra las columnas que sostenían los inestables edificios. Levanté la vista. Otro pequeño farolillo tras el que se escondía una pareja de buitres desdentados permitía observar un árbol alto, que se balanceaba fuertemente con el viento. Éste tenía las ramas deshidratadas, las yemas carroñadas. El fulgor de la vida le había abandonado hacía tiempo.
-No te quedes atrás -me dijo el personaje con tono impertinente.
Nos cruzamos con un caballero: gabardina hasta los pies, sombrero de copa y órbitas desencajadas. “¡Félix!”, saludó al personaje. Éste le contestó con un grosero asentimiento.
-¿Félix? –Reí- ¿De dónde sale semejante nombre?
-Félix Puente. ¿No me había presentado?
-¡Yo no te he dado nombre!
Se paró, me miró colérico, me increpó.
-Yo… ¡Me llamo como quiero! ¡Deja de hacer de mí la pantalla de tus frustraciones! ¡Deja de medir el aire que respiro!
            Yo también me paré. Le agarré del brazo, autoritario. En definitiva a mí era al que pertenecía la custodia de sus pensamientos.
-No tienes ningún derecho a hablarme así. ¡Cállate! Solo eres la invención de un loco presidiario… -arrepintiéndome de haberme tachado de tal cosa- ¡De un presidiario!
            No entraba en razón, se movía a un lado y al otro, un tic nervioso se había apoderado de uno de sus párpados, aquellos que yo dibujaba bajo la luz de la luna. Los soportales desangelados pronto se convirtieron en grada de los que esperaban satisfacer sus instintos animales.
-Unos trazos desafortunados te han dado la vida al abrigo de una noche de soledad, de libertad frustrada. ¿Qué te hace pensar que gozas de entidad propia? Tu único sustento es la sangre que llora mi pluma.
-¿Crees que eres más real que yo? La única diferencia entre nosotros es que yo, en tinta, soy eterno y tú, perecedero.
-¿Eso crees? -saqué una pequeña navaja, aquella que deslizaba acariciando el papel para eliminar los borrones de la pluma.
-¿Qué haces con eso? Suelta –se acercó y me agarró con fuerza el brazo- ¡Tírala! ¡No me vas a borrar!
-¡Has ido demasiado lejos!
Forcejeamos. Era indiscutiblemente más fuerte que yo y la ira le daba una clara ventaja. Me tropecé, caí de espaldas. Aquel falso Félix no respondía. ¡Basta! ¡No! ¡No desapareceré! No podía controlarlo, el brazo me flojeó, la navaja se acercó peligrosamente a mi estómago. Un empujón fortuito hizo que se deslizara hasta chocar con una de mis costillas. Un torrente de sangre se abrió paso tiñendo la blancura de mi camisa desabrochada. Se asustó, soltó la navaja. Yo sentía cómo la vida chorreaba con la sangre. Asustado. Muerto de miedo. Corriendo despavorido. Se perdió en la oscuridad mientras gritaba al silencio “¡Soy Félix Puente!” para acallar el eco de su conciencia. Yo me desangraba en la acera. No era ahora tan diferente al hombre de aquella estancia. Las bestias que se escondían entre las sombras se trasfiguraban alargando sus dedos cadavéricos para asaltarme en mi último aliento.
-¡Yo! –cada palabra me robaba un segundo de vida- ¡Yo! Que os he dado la vida… -Los adoquines se ruborizaban con el torrente de sangre que perdía- ¿Así me lo pagáis? –Nadie hacía nada. Moría en la calle tan solo como llevaba años haciéndolo en mi celda.
 Cerré los ojos, me acurruqué en el final de la calle y me quedé tendido sobre...
Observaba inmiscuyéndome entre los barrotes de aquel oscuro agujero. El quinqué ya no burbujeaba, la pluma había caído al suelo y la cabeza del escritor descansaba sobre el blanco roto de la hoja. Las últimas palabras que los rayos más agudos distinguían en su papel eran “…me quedé tendido sobre…”

            Continuaba pintando de negro el cielo. Colocando luceros en la inmensidad de aquel manto de nada. La luz abandonó la sala, un río de sangre goteaba hasta el suelo de la celda. La oscuridad anunció su muerte.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Nightmare

La ventana emitía un quejido agónico, mecida por el vaivén estremecedor de la noche. Las cortinas volaban y dibujaban la efigie de mil sombras en las paredes. Abrí los ojos un instante, y traté de averiguar que se escondía entre la oscuridad, pero apenas era capaz de retirar el filo del edredón. Entorné los ojos un instante, y luego, los abrí de golpe. Estaba incorporada. Retiré la ropa de mi cuerpo, y puse un pie en el firme helado de la habitación.
La madera crujió con fuerza y las luces que hasta ahora bailaban, se detuvieron un instante. 
Empujé el marco de la ventana, venciendo el frío que trataba de huir de la noche, y la ventana se cerró. Ahora solo se escuchaba el eco de mi respiración agitada.
Se habían desdibujado las lineas de la cama, sumidas como yo, en la más sincera oscuridad. Caminé despacio, tanteando cada paso. Un giro a la izquierda, ahora dos pasos más y entonces, perdí el equilibrio, tropecé con las patas curvas de la mecedora, y caí al suelo. De repente, me sentí tremendamente indefensa, acurrucada sobre la gélida madera del piso. Quise levantarme y apoyé una mano en el extremo del edredón bordado. Me dolía el tobillo, hice un esfuerzo, y me agarré al respaldo de la mecedora. Algo extraño, sin embargo, pasaba. No notaba el tacto áspero de la madera en mis dedos, si no la cálida sensación de una caricia en ellos. Retiré la mano de inmediato y corrí, cayendo de nuevo, ahora brutalmente contra el suelo. La mecedora se tambaleó y se precipitó como yo. Gateé, deslizándome sobre la alfombra junto al espejo. 
Las sombras se movían ahora más veloces, seguían mi torpe huida  y me increpaban desde el cobijo de la nada que nos envolvía. Ahora sí logré correr cojeando hasta la puerta. Apenas conseguía encontrar el cerrojo, tanteando el pomo, mientras miraba de reojo la misteriosa cara que me perseguía. La puerta se abrió, yo corrí, busqué sin éxito la luz del cuarto, tenía que llegar al teléfono, apenas unos rayos acertaban a iluminar el pasillo y él asediaba mis pasos y trataba de descifrar su rostro y cuando ya huía de mí misma; olvidé las escaleras.
Durante un instante, perdí el contacto con el suelo, y luego, tras golpear mi nuca contra el  escalón, rodé unos metros, y me quedé inmóvil junto al teléfono. Un hilo de sangre tiñó la moqueta, y ahora, acallado el eco de mi respiración entrecortada, todo quedó en silencio.
Arriba, las ventanas se abrieron de nuevo y el camisón de seda que había acariciado mis dedos, se precipitó al suelo.

lunes, 28 de octubre de 2013

Hipocresía

 Junto a la iglesia de las Soledades, el párroco alternaba con las prostitutas que se refugiaban de la frialdad de la noche en el pórtico de la parroquia. Su camisa negra echaba de menos el alzacuellos, que se refugiaba huidizo en el bolsillo del pantalón; en el que los casados ocultan su estado civil, y utilizaba su sermón de amor fraternal para regatear el precio de un revolcón en la sacristía. 

Puntos suspensivos (segunda parte)

Los edificios se extinguían con la luz de la Luna. Comenzaba una calle fría, de atmósfera de novela negra. Las paredes que nos rodeaban estaban pintadas, escritas de arriba a abajo. “¡No puedo leer lo que pone!” A lo lejos se distinguía una tímida luz. La seguimos como si de un faro se tratase.
A medida que descendíamos la luz se hacía más intensa. Los edificios eran más bajos, ventanas rotas, mirillas arpadas, vocerío tras las puertas. Seguíamos rodeados de aquellas paredes pintarrajeadas por completo. Un golpe seco asesinó el silencio que reinaba. “¡Corten!” El signo de exclamación fue el quejido de las bisagras de una claqueta.
-¿Lo has oído?
-Claro… aquí la vida es un teatro.
            En un instante la calle comenzó a hervir. De detrás de las paredes salieron cientos de personas. Las fachadas ajadas, geriátricas, de los edificios se quedaron acostadas sobre las borriquetas de madera que las soportaban. Una de ellas se resbaló. Todo un edificio de cuatro plantas de derrumbó delante nuestra. Era de cartón, plano, planchado con la rasera del horizonte. Incluso un hombre me hizo señales con unos tristes ojos de vitalidad desarraigada. Se agachó, despegó del suelo los propios adoquines que lo cubrían, los comenzó a enrollar y, como si de una alfombra se tratase, el suelo comenzó a reptar bajo nuestros pies.
-Y… ¿Esto es normal? -Pregunté.
-¿Normal? ¿La vida… dices?… pues, sí, de lo más normal. Debo reconocer que hoy se han excedido, normalmente no suele tener más de cinco actos.
-¿La vida?
-Sí, sí… la vida.
Encogiéndome de hombros, anonadado, sin saber en qué realidad lo real existía, seguimos nuestro camino.
 “¡No pises!” Me dijo al llegar al edificio de cartón derrumbado.
-¡Debe servir para mañana! Para volver a representar la obra…
-¿De la vida?
-Ya te he dicho que sí.
Aún estaba confundido. Seguimos hacia la lucecita, haciendo mutis por el foro.
            Al fin llegamos a la luz. Colgaba una vela inquieta de un farolillo de forja que encerraba en su interior aquella lengua incandescente. Debajo del farol había un cartel con una flecha dibujada hacia la derecha.
-Debemos ir por detrás.
-¿A dónde?
-Vamos a tomar una copa y a charlar.
Rodeamos la pared de ladrillo. Esta vez me acerqué y la toqué. Era de verdad. Antes de alcanzar la puerta, mientras doblábamos la esquina, una algarabía de gritos y maullidos asustó mis pensamientos.
-¿Y eso?
-Una timba. Pasaremos rápido. El interior es más acogedor.
            En medio del callejón, débilmente iluminados con una vela que sostenía uno de los jugadores, había un puñado de hombres tirados entre la porquería de la calle, apostando a las cartas. Uno, el que iluminaba los naipes, llevaba una toga hecha girones y una peluca mal cardada blanca de talco. La sombra de la llama solo permitía adivinar su nariz carroñera y sus uñas aguileñas que estrangulaban la cera que chorreaba. El resto llevaba trajes caros, pero sucios, con el nudo de la corbata mordisqueado, con los mocasines roídos. En el centro de la timba, amontonado, monedas de reluciente oro, un cuadro, una carpeta de folios (“Sumario”, se leía) y un hombre. Éste último estaba erguido, con las piernas encogidas sujetas por los brazos. De su cuello colgaba un cartel pintado a bolígrafo: “Ciudadano” ponía.
-¿Quiénes son?-Pregunté sorprendido por aquella imagen
-Políticos… déjales, no nos concierne - Contestó con un hilo de voz, casi inaudible.
            Pasamos discretamente por su lado, sin mirarles siquiera. Uno llevaba full de ases, otro escalera de color. Ambos se relamían ante la posibilidad de hincarle el diente al ciudadano.
            Al final entramos en el bar. Era un lugar grande, oscuro y lleno de gente. La música percutía un extraño ritmo en mi cerebro que me invitaba a quedarme. “¡Sígueme!” Anduvimos. Todo me resultaba extraño. Un hombre llevaba a la espalda a otro, abrazado a su cuello.
-¡Vaya! ¿Has visto eso? -Dije señalando (groseramente, por cierto) al hombre y su acompañante.
-Sí.
-¿No te parece extraño?
-¿No los hay en lo que tú llamas realidad?
-Haber… ¿El qué?
-Parásitos. Solo son sanguijuelas oportunistas. ¡Se acerca! ¡Cuidado!
            El hombre saltó desde la espalda de su antiguo huésped hasta otro hombre que cruzaba delante de nosotros. No se inmutó. Aquel parásito se enroscó nuevamente a su espalda. Tenía la cara roja, las venas dilatadas. El  nuevo hospedador decidió comerse un trozo de pan con algo pringoso untado por encima. El hombre de la espalda se comió la mitad.
-¡Rápido! No te retrases.
Aquel lugar era sin duda un simposio de inmorales. Caminamos entre la gente.
-No saludes. No mires a los ojos. No dejes pasar. No digas…
            Su verborrea jugueteaba con aquel cálido sentimiento de desinhibición que me embaucaba. “¡Por favor!”, Dije, apartando a un señor. Éste se volvió, me miró extrañado, frunció el ceño. “¡Apártate, payaso!”
-¿Qué haces? Pero vamos… -me juzgaba apuntalándome con su dedo índice- ¿Por qué has dicho eso?
-Intentaba ser amable… dije bajando la cabeza mientras una mujer, escasamente vestida, me empujaba.
-Precisamente. Aquí la amabilidad no existe.- meneó la cabeza.
Llegamos a lo que yo catalogué como el final de aquel antro interminable. Había tres asientos. Cada uno ocupamos nuestro lugar. Una extraña figura; túnica negra, guadaña afilada y falange encarnada, se sentó en el tercero. Nos trajeron unas copas.
-          Hacía tiempo que no te veía-le reprendió mi personaje.
-          Son tiempos difíciles. He tenido trabajo –adujo, dejando en el suelo un saco de arpillera descolorido- Pero, salgamos de aquí. Terminaré una tarea. Venid.
            Diligentes obedecimos. “¡Paga!” Me dijo el personaje. En aquella esquina hay un banco. Fui hacia donde me dijo. Horadado en la pared un pequeño agujero como una capilla. Detrás de unos gruesos barrotes, un cerdo, con la piel rosada, la cola enrollada y vestido de chaqué, dejó de revolcarse en un barro de billetes verdes y preguntó.
-¿Qué- oinq- desea?
-Pagar la cuenta.
-Firme- me tendió un formulario- ¿Qué dice?
-Me cede una décima parte de su alma…
-¿Qué? –había perdido parte del hígado con el alcohol y encima me costaba parte del alma también.
-¡Han sido dos absentas!-Firmé a regañadientes.
Cruzamos el club rápidamente, ahora sin detenernos. Ellos se perdieron tras la puerta. Yo me quedé parado.
-¿Es Dante?
-¡Sí! ¿Y usted?
-No lo tengo muy claro…
-ya… ¿Al purgatorio?-preguntó.

- Al final-le indiqué. Se fue y yo salí.

sábado, 26 de octubre de 2013

Puntos suspensivos (primera parte)

Puntos suspensivos
            El candil de petróleo arrojaba una débil luz sobre el escritorio. La noche se cernía sobre el penal y la oscuridad adornaba el coloquio de locos de la cárcel. Las risas y llantos se oían por doquier, los monólogos despertaban el silencio en que yo me arropaba, en que yo me refugiaba para no caer también en la locura. Un guardia recorría el corredor con la porra en la mano. Acariciaba con el lomo del instrumento los barrotes de las celdas. “¡A la cama!” “¡Dormirse, ratas!” Yo regulaba la llama con la ruedecilla de aleación del candil y entonces la celda se dormía profundamente.
            Anhelaba por encima de todo la libertad. La única de la que disfrutaba me la regalaban los rayos de la luna que se colaban intrépidos por el ventanuco excavado en la fría pared. Cogí mi pluma, regulé la luz del candil y, desafiando la noche, escribí. Los rayos de la luna zigzagueaban entre los barrotes. Herí de muerte de tinta la blancura velada del papel.
            Miraba el contorno de la cuidad. Las cúpulas más altas desafiaban la posición de los astros del firmamento. Ascendía lentamente en la lejanía. Estaba y no estaba a la vez. Seguro que los habitantes de cada una de aquellas pequeñas lucecitas, me decía, me consideran tan suya como los sentimientos que les asaltan a diario, como las pasiones que no controlan. No obstante, soy algo tan etéreo que resulta osado buscarme un nombre. A medida que ganaba altura entre los ronquidos impertinentes de los relojes de las cúpulas más altas, el destello azogado que desprendía bañaba como un tenue susurro las calles de la ciudad. Todas iluminadas, obsequiadas. Todas menos una. Sí… soy la Luna. Pero no juzguéis esta calle hasta que no saboreéis cada rincón, cada canto rodado de la calle empedrada.
            El guardia volvió a pasar. “¡No te hagas el loco!” No me hace falta, vivo en un eterno encierro. Mataría, otra vez, por ver cara a cara el viento, por sentir el color de las flores… “¡Apaga!” El candil dejó de burbujear. La luz se apagó. La Luna, sin embargo, parecía acompañarme en mi narración. La mesa se iluminó, la sonata del circo de ratones hacía las veces de narrador. Sigo…
            Soy distinto y en realidad articulo los pensamientos del pintor que me escribe. Pienso cada frase y le digo: “¡Calla!” No pongas en mis labios aquello de lo que mi boca pueda arrepentirse. ¡No me hagas mensajero de tus temores!... ¡Ven! ¡Baja a dónde la acción se escribe con mayúsculas, donde ser en tinta y ser en hueso es todo uno!  Y él asentía, se rascaba la barbilla y decía… sí. Y continuaba escribiendo.
            Una mano- que sin tener dedos- era mano, salió del papel. Intenté zafarme pero el piso irregular hizo que me cayera de bruces al suelo. “¡Entra!” Me agarró. Tiró de mí. Era tan fuerte como yo la había concebido en mi mente, tan decidida como había perfilado con mis letras. No pude hacer otra cosa.
            Tiré de él y entró conmigo. Solos, los dos, en la  calle.
-¡Por fin, y mira que ha costado, vas a vivir lo que tu mente atormentada piensa, lo que deseas y lo que más temes y no sabes!
No me decía nada, se había quedado totalmente mudo, ahora el que necesitaba que le escribieran  el diálogo era él. Un narrador narrado.

            Me miraba, tocaba mi cara, me pellizcaba las mejillas. “¡Estás aquí!” Me decía aquel artefacto de mi imaginación. “¡Sígueme!” Y yo, sin saber qué hacer, le seguía. Ahora él mandaba, él creaba.
            Era de noche. La luz de la Luna bañaba el reflejo de los cristales. Aquellos rayos juguetones jugaban a perseguirse con nuestras sombras. La calle era amplia, flanqueada a ambos lados por altos edificios, sobrios, austeros, con el gesto de la fachada forzado, con los labios permanentemente sonriendo. Un álamo alto, estilizado, de figura aburguesada, indolente, se mecía alegremente. La punta de sus ramas embarazadas; los brotes deseando estallar. Denotaba fuerza, vitalidad… primavera.
            Seguimos avanzando por la calle. El personaje no me miraba. Caminaba por el centro del pasillo flanqueado, tarareando en voz baja, conversando con el cuello de su camisa. De repente me paré.
-¿Oyes eso?
-¿Recuerdas? Oigo lo que tú quieres…
-Es el llanto de un niño.
            Dejamos de hablar. Alcé la vista y me puse de puntillas. Una mujer gemía amargamente recostada contra la pared de uno de aquellos edificios de chaqué. “¿Se encuentra bien?” No estaba seguro de qué idioma hablaba, supongo que el que yo quisiera… Me acerqué.
-¿Qué te crees que haces?
-¡Debemos ayudar a esa mujer!
-¡No! Aquí -sonó enfadado aquel no caciquil- hay normas.
            Seguimos nuestro camino. El llanto de la vida me asaltaba a cada paso que daba. Al final cedí a mis sentimientos. No dije nada. Solo la observé. Era bella, con el cabello despeinado meciéndose dulcemente sobre su tez clara. Estaba sangrando; exhalaba fuertemente; agradecida, quizás aliviada. A su lado, recostado contra sus senos, un niño recién nacido, aún con el cordón umbilical ensangrentado unido a su ombligo. “¿No deberíamos hacer algo?” “¡No! Ella lo hace sola, lo debe hacer sola.”
Continuó.
-Naturaleza…- dijo haciendo una reverencia con el bombín de su cabeza.
-Caballero… -le contestó con un sutil asentimiento.
-¿Es la…?
-Es lo que tú quieras.
            Continuamos bajando. Curiosamente, la luz de aquella espléndida luna que había concebido al abrigo de la soledad de mi húmeda mazmorra, hacía un inciso en su peregrinación por la ciudad. La calle, más estrecha ésta, que estaba delante de nosotros, que tenía un brusco desnivel, estaba a oscuras. Mi personaje se adelantó. Sacó una regla del bolsillo, un aparato de medir de madera con los números rayados a intervalos regulares de espacio, y… se agachó.
-Perpendicular. Ni un centímetro más que ayer.
-¿El qué?
-La luz.
-¿No tiene luz?
-¿El qué?
-Pues, la luna.
-Aquí decimos Luna, con mayúscula.
-¿Por qué?
-Porque solo hay una, para no confundirla.
-¿Con cuál si solo hay una?
-Con la real, la que ilumina tu mesa cuando el candil no burbujea.
-¿Cómo sabes eso?
-Estoy en tu mente.
Tuve que hacer un inciso para tomar aire después de aquella riña metalingüística.
-Entonces, ¿No tiene luz la Luna?

-Sí… pero esta calle siempre está a oscuras.  La Luna dibuja una línea recta perfecta. Dicen que tiene miedo de entrar. Pasemos nosotros.

jueves, 17 de octubre de 2013

Adiós

Historia participante en el  "III certamen de relato corto... para mesilla de noche"... ¿Te gusta? Sígueme!!
Apenas iluminaba unos palmos el débil parpadeo del flexo sobre el escritorio. Toda la estancia oscura, el edredón doblado sobre su esqueleto de plumas y un compás hiriente garabateando un folio.
El silencio que la rodeaba resultaba casi doloroso. Entre las líneas temblorosas distinguía una "i" con un diminuto corazón de acento. ¿Me atrevería a aprovechar la oportunidad de aquel descuido?, escribía.
Di unos pasos y me incliné sobre su hombro.
¿Por qué no se amontonan las fotos en mi cuarto?, ni siento la caricia de un abrazo... ¿Soy yo?, ¿es mi culpa?, nadie me ha enseñado a ser feliz.
Grabó sus iniciales y tiró de la cuerda del flexo. Ahora sí quedamos sumidos en un gran desconcierto.
Solo la luz del móvil reveló la sombra de su cuerpo. "Siento que la vida me resulte tan insoportable", envió. Y luego, lo bloqueó de nuevo.
Dejó correr el grifo un instante. Un grito brotó del baño y ahogó un eco metálico golpeando el suelo. Me estremecí, se me heló la sangre, cerré con fuerza los ojos; y el grifo seguía abierto.
El móvil sonó, un mensaje, después otro. Vibraba sobre el lavabo, pero esta vez, ya nadie contestaba.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni siquiera un rayo de sol

Ni siquiera un rayo de sol. La mañana aún dormitaba, y en el cielo, un tinte azabache se resistía a la llegada del amanecer. Había dejado la persiana medio abierta para que la claridad del día hiciera de despertador, pero no había sido necesario. Apenas había podido conciliar el sueño.
            Hacía seis años que había llegado, con una mochila a la espalda en la que los libros no cabían, y una maleta, una maleta granate con las costuras rematadas en marrón. Atrás había quedado Barcelona. El fallecimiento de mis padres había sido el punto de inflexión de una vida cosmopolita, de corretear entre sus tiendas de moda y la nouvelle ciusine de sus restaurantes. Aún de luto y con el alma encogida por mi prematura orfandad, me monté en el tren de las diez y media. Cuando llegué a Madrid, Atocha se me hacía pequeña; qué ingenua, Guadalajara, me asfixiaba. Recuerdo la cara de mi abuela, la caricia de su mano en mi mejilla y sus palabras de aliento. Me recibió un cartel pintado en el que se leía Pastrana. Pero ella quería lo mejor, y me mandó a la capital. Pronto, los estudiantes de la residencia pasaron a ser mi familia.
La maleta había resistido el calvario de mi trato ingrato, sus rotos y sus descosidos eran el testimonio de todo cuanto dejaba atrás.
Retiré la sábana de mi cuerpo y me incorporé. La luz iba tomando fuerza y ya casi podía distinguir el contorno de la silla en la que descansaba mi ropa. El suelo se estremeció bajo la presión de mis pies desnudos, hasta que llegué a la silla casi corriendo, evitando el contacto con la fría tarima de la sala. Me puse una chaqueta fina sobre la blusa azul. Volví la vista a la mesilla. Los billetes del autobús se balanceaban sobre la cartera con el viento que entraba por la ventana.
            Salí de la residencia y cerré la puerta. Había escuchado aquel portazo a diario, pero hoy significaba mucho más, hoy no era ni siquiera un “hasta luego”; hoy era un “adiós”.
            Las estrellas habían desaparecido hacía ya tiempo y solo el contorno de la luna se podía distinguir entre la copa de los árboles. Caminaba por Iparraguirre. Las flores de las acacias caían sobre mis hombros. Hacía a diario aquel camino y nunca me había resultado tan efímero. Miré los bustos que flaqueaban el paseo. Me paré en el primero. Los labios metálicos de la duquesa esgrimían una sonrisa forzada. Di unos pasos más. El rostro de Alvarfañez irradiaba la autoridad de su tez curtida en las batallas, de la cota de malla del casco acariciando sus mejillas. Siempre me habían observado, siempre habían cruzado sus miradas, invariables, en sus esqueletos de granito. Pero yo nunca me había fijado, había vivido seis años en Guadalajara y mi paso por ella había sido como el de un fantasma, caminado con anteojeras, sin disfrutar cada rincón, o la sombra de cada árbol o el canto de cada pájaro inclinado sobre las fuentes de Santo Domingo. Allí estaban, durmientes, pasmadas con mi presencia, preparadas para silbar la melodía del agua cayendo hasta el suelo.
            La Calle Mayor sí que había sido el albergue de mi peregrinar diario. Todos los días la utilizaba, todos los días había pisado sus adoquines y había esquivado a los transeúntes con los que me cruzaba. Pero ellos eran como yo. Nunca se habían parado a apreciar la hermosura de sus curvas. Me senté en uno de los prominentes maceteros que flanqueaban el atrio de su comienzo. Abrí los ojos tanto como las cuencas me permitieron. Intentaba comprender la curvatura del pino que crecía sobre el edificio adyacente. Un pino que resistía erguido, encerrado en su cárcel de forja, tras la verja de una casa blanca, como un artefacto de la fragua de Hefesto. Nunca la había visto abierta, nunca nadie dentro. Siempre me había cautivado su estricta belleza. En la esquina, un acordeonista hacía toser el fuelle de su instrumento. Quizás por la premura del despertar, las notas salían trabadas, como si aquellos dedos no fueran capaces de presionar una tecla solamente. La pastelera de enfrente abrió de par en par las puertas de su negocio. El aroma del pan recién hecho se mezcló con el aire que elegía la calle para soplar. Me paré delante de la tienda. La mujer colocaba el escaparate con la delicadeza con la que se peina a una novia. Cada pasta y cada bizcocho, emborrachado en sí mismo.
            La calle de mi instituto se aproximaba. No pensaba ir a la puerta. Prefería no verlo. Me asaltaban imágenes de nuestras carreras por las escaleras, lanzando tizas al aire, escabulléndonos bajo la atenta mirada de los artesonados de madera. Ojalá lo hubiera contemplado antes.
            Me lamentaba por el comienzo de mi regreso. Ya había acabado mis estudios y por ende, mi estancia en la capital. Como la hija pródiga de la ciudad condal, me disponía a regresar, a descubrir en ella la Universidad. Me lamentaba por no haber sabido apreciar antes las puntas de lanza que apuñalaban la fachada del Infantado, por no saber perderme entre sus laberintos; me lamentaba por no volver a caminar entre las copas frondosas de San Roque, por no adivinar el Ocejón conquistando el horizonte; me lamentaba por haber perdido la oportunidad de escuchar los relojes de sus campanarios…
            -Señorita… ¿me permite su billete?
            Volví la cabeza al mural de Guadalajara de la estación de autobuses. Nunca me había fijado en los olivos, que hacían de pie de foto del mural, ni en la cúpula difícil de forja que envolvía el ayuntamiento.
            -Señorita… ¿va a subir?
            Le daba vueltas al billete, mareándolo entre mis manos.
            -No –dije, retirándome de la cola- creo que no.

¿Te gusta? Hazte seguidor/a y no dejes que otros te lo cuenten...

jueves, 10 de octubre de 2013

BREVE HISTORIA DE MIS HISTORIAS GALARDONADO CON EL LIEBSTER AWARD


Es todo un orgullo comunicar que el blog BREVE HISTORIA DE MIS HISTORIAS  ha sido premiado con el galardón Liebster Award, que nos ha concedido el blog MÁS QUE PALABRAS.


Es un premio que se concede entre bloggers a blogs que cuentan con un  número inferior a 200 seguidores y que permite dar publicidad y difusión a estas magnificas plataformas en las que a veces, tanto cuesta conseguir nuevos visitantes.
La aceptación del premio está sujeta al cumplimiento de las siguientes normas:

1.-Nombrar al blog que te concede el premio y agradecerlo públicamente.
2.-Responder a las once preguntas que te hayan formulado.
3.- Conceder el premio a once blogs y proponerles once preguntas.
4.-Visitar los blogs premiados junto al tuyo.
5.-Informar a los blogueros de su premio.

Así que, encantado de recibir el Liebster Award, paso a cumplir las normas: 

1.- Agradezco el premio al blog MÁS QUE PALABRAS, por confiar en mi proyecto a pesar de su corta andadura. A Mariano, la pluma de blog y a Begoña, su relaciones públicas.

2.-Aquí respondo a las once preguntas:

¿Cómo se te ocurrió crear un blog?
Durante muchos años he escrito relatos, cuentos y novelas, y siempre me las he quedado para mí o se las he leído a mis amigos. Después de tanto tiempo y tantas historias acumuladas, quería probar suerte y compartir con todo el mundo esta afición.

¿Cuánto tiempo dedicas a tu blog?
Depende, hay noches que me acuesto con los primeros rayos de sol publicando entradas, y otras semanas lo abandono. Intento conectarme al menos una vez al día para ver cómo progresa.

¿Publicitas tus entradas en las redes sociales?
Siempre que publico una entrada creo un enlace a facebook y twitter. Es una forma instantánea de dar a conocer lo que subes a tu blog.

¿Qué puede encontrar la gente en tu blog que lo haga diferente al resto?
Escribo de todo. Desde un relato de cien palabras hasta novelas de trescientas páginas. Lo que más me gusta es publicar relatos breves por entregas e ir poniendo fragmentos poco a poco. Creo que es una iniciativa que te obliga a esta pendiente del blog.

¿Eres seguidor de otros blogs?
Sí, por supuesto. Leer lo que otros escriben me ayuda a ampliar mis horizontes y me enseña siempre algo nuevo.

¿Qué debe tener un blog para que te hagas seguidor?
Supongo que debe conmoverme. Si leo las dos o tres primeras entradas y me hacen asentir satisfecho, lo sigo sin duda. Si por el contrario me dejan indiferente, no sigo leyendo.

¿Tienes más de un blog?, en tal caso, ¿es de temática similar?
No tengo otro blog pero participo activamente en blogs de literatura y en blogs de bonsais, otra de mis grandes pasiones.

¿A qué personaje histórico te habría gustado conocer?
Creo que habría disfrutado de un café en compañía de Lope de Vega. Me parece increíble su producción literaria y me entusiasma su historia de conquistador turbulenta.

¿Eres más de e-book o de libro en papel?
Me temo que en este caso no renuncio a un buen libro en papel. Me entusiasma ver las hojas que me queda para llegar al desenlace.

Un libro que te haya marcado.
Las ciudades invisibles, de Italo Calvino.

A la hora de elegir un libro, ¿consultas blogs de reseñas?
No suelo hacerlo. Me dejo guiar por mi experiencia con esos autores o simplemente por la recomendación de algún amigo.

3.- Mis once blogs premiados son: 
280 y punto
Eternidades y pegos
Microrelatos y otras historias
Bonsai Alcarria
AM Bonsai
Pequeñas tretas
Directorios literarios
Blog de literatura romántica y otros géneros
Leo en el océano
100x100 micros
Letras hablantes

Aquí van mis preguntas:

¿Te inspira visitar otros blogs para escribir tus entradas?
¿Sueles dejar comentarios en los blogs que visitas?
¿Te ayudan las redes sociales a multiplicar tus visitar?
¿Cuál a sido la forma más efectiva de darte a conocer?
¿Qué no querrías ver nunca en tu blog?
¿Utilizas el blog como pasatiempo o para promocionar tu negocio?
¿Mantienes el formato de tu blog o lo cambias a menudo?
Un consejo para un blogger primerizo
¿Prefieres recibir comentarios o seguidores?
Una película que nunca olvidarás
Nombra la entrada que más te gusta de todas las que has puesto.


Y finalmente tengo que decir que he visitado el resto de blogs que han recibido el premio. Me he llevado una grata sorpresa y ya cuentan con un nuevo seguidor.
Muchas gracias por todo y no dudes en visitarme!!!

martes, 8 de octubre de 2013

Historias para no dormir

Resistía el esqueleto de madera, mecido por el viento que silbaba fuera. La luna había sucumbido a la oscuridad de un atardecer azabache. Resistía estoica entre la bruma que nos engullía, la cima de un risco que se precipitaba al vacío desde las alturas.
Chirriaba con fuerza el marco de la ventana y se precipitaban las gotas condensadas en el cristal. La lluvia ya ensordecía el silencio que buscaba y quebraba la noche la silueta de un rayo. Levanté la vista; todo iluminado un instante, y luego; oscuridad tan solo. 
Me volví, y dejé que la inmensa nada de la habitación me cegase. Tan solo se distinguían escondidos en el reflejo de las luces de la tormenta, los escasos muebles que abarrotaban la estancia. De repente, una vela en la mesilla. La llama bailaba delicadamente al ritmo de mi respiración agitada; desaparecía su reflejo, y ascendía de nuevo, vencida la timidez de aquella sensación que me embargaba. Alargué la mano, como si pudiera atrapar la luz que me rodeaba, pero no encontraron mis dedos la calidez de su reflejo, si no el suave tacto de unos labios. 
Mi mano se perdió en la comisura de sus senos y la sombra de su cuerpo dibujaba sus contornos en mi pecho. Se estremeció la cama con el peso de nuestros cuerpos abrazados, mientras su boca en mi cuello, mis manos en sus piernas, la colcha arrugada, su pelo entre mis brazos, su respiración entrecortada, la mía inexistente, su cadera entre mis muslos, sus mejillas y mis labios, sus uñas en mi espalda, urdidas las yemas en mi pelo, mis te quiero inaudibles y entre todo: la luz de una vela que se desvanecía consumida.
Llegó a apagarse ahogada por la cera que desbordaba el candelabro. Yo caí sobre ella y sus manos se desplomaron en mi espalda. El humo que aún brotaba chocaba con el límite del techo y la tormenta había desaparecido.
Antes caer vencido por el sueño, le susurré al oído una palabras que yo hoy ya no recuerdo y que ella, jamás ha olvidado.

viernes, 4 de octubre de 2013

Cuenta atrás (desenlace)

Ignoraban que llegarían y prácticamente no tendrían dónde vivir. Abrí otra de las cartas. Era el seguro de vida. Acaricié la idea del suicidio. Corrí al baño. Me paré al llegar a la puerta. Dudé. Me volví a sentar. La idea del seguro me asediaba desde hacía meses. ¡Es la única salida! Abrí el armario de las medicinas, rebusqué, saqué unas cuantas, las vertí en la pila del baño. Nunca lo había pensado en serio. “¡No puedo hacerlo!” Agua en un vaso. “¡Antes una carta!” Escribí: Perdonadme. Piensa en el amor que os tengo. Espero que algún día sepáis entenderlo. Os quiero. La firmé. No creía lo que mi cuerpo hacía. “¡Será lo mejor!” Me consolaba la conciencia.
            Pastillas rojas, alargadas, todas juntas. Las hice pasar con agua. Pronto me sentí mareado y me desplomé. No había vuelta atrás.


-¡Papá, papi! ¡Estamos en casa! ¿No está papi?
-Mira en su habitación…
-¿Papi?
-¡Mamá, mamá! ¡Le pasa algo a papá!
Se oían gritos. La agitación turbaba la escena.
-¡Cariño! ¡Carlos, hijo! -lloraba amargamente, se atragantaba con sus propias lágrimas -¡Trae el teléfono! –no podía parar de sollozar, tendida…al lado del cadáver de su marido, desfallecido, rodeado de pastillas -¿Emergencias?
-Sí… ¿Qué ocurre?
-¿Señora? ¿Nos puede indicar cuál es el problema?
-Mi… mi marido. Creo… ¡Se ha suicidado!

            Carlos zarandeaba el cuerpo inmóvil de su padre. Un hilo de espuma blanca rezumaba por sus labios. El niño se lo limpió con la manga de la camisa y se abrazó a su lado mientras, colgada al teléfono, su madre no era capaz de controlar aquellas lágrimas traicioneras de rabia.


¿Te ha gustado? Deja tu comentario y suscríbete al blog, así serás el primero en enterarte de la próxima historia!!

miércoles, 2 de octubre de 2013

Cuenta atrás (tercera parte)

-Han vuelto a venir. ¡Ya no sé qué decir! Mi madre… no puede ayudarnos más. Los vecinos… ¡hablan!
Para Maite las formas eran, junto a la hipoteca, las dos preocupaciones existenciales de su vida.
-Puedo pedir ayuda a Juan. Y sabes que trabajamos juntos mucho tiempo. Montó un taller de coches. Quizás pueda llevarle la contabilidad o algo. Y… bueno, siempre podríamos irnos a vivir con mis padres. La casa es grande y…
-¡No! Yo no me muevo de mi casa –se derrumbaba con cada palabra que intentaba gritar.
            Nos fuimos a la cama. Yo pronto, para levantarme al día siguiente otra vez temprano. Acosté a Carlitos. “¿Por qué habláis tan alto papi?” “Bueno”… le decía. “Te cuento un secreto, pero a nadie más”. “¡Vale!” “¡Es que mamá se está quedando sorda de un oído y no oye a papá!” Desde aquella noche Carlitos, solidario, con la falsa sordera de su madre, le gritaba con toda la fuerza de sus pulmones cada vez que quería algo.

Mes 3
Allegro
-Pero Juan, ya sabes que lo estamos pasando mal. Los padres nos hacen la compra, ¡no puedo pagar la casa! Necesito ese favor.
-Yo tengo el mismo problema. Cada día tengo menos clientes, y los que tengo no le cambian al coche ni el ambientador de pino.
-Entiendo…
-Lo siento. No puedo ayudarte.
            Poco menos que me cerró la puerta en la cara. Me sentía como el peón de aquella partida tan funesta. Salí otra vez a la calle. Por el tiempo que pasaba en ella bien me podía haber dedicado a hacerla.
            Ahora a casa de mis padres. Me había distanciado de ellos un poco después de casarme con Maite. Su impronta protectora me había marcado y ya con veinticuatro años decidí, para disgusto de ellos, sobretodo de mi madre, marcharme de casa. De hecho, haciendo cuentas mientras caminaba, eran… ¡Tres años sin saber de ellos!
            Llegué a la puerta principal. Llamé. Tardó en abrirse. Un hombre mayor, de pelo canoso, grandes gafas, cejas pobladas y barba de  tres días me abrió la puerta. Se sorprendió. “¿Qué haces aquí?” “¿Puedo pasar?” Se apartó y me dejó el camino libre. La casa estaba conservada en formol. Llegué al salón. Una mujer encorvada, con las piernas estiradas cubiertas por una manta, y los tobillos hinchados, descansaba en el sofá. “¿Es mamá?” “¡Cuesta reconocerla después de tres años…!” “¿Eh?”.
-¿Hijo?- Brotó un débil hilo de voz que casi no pude asociar a la dulce voz de mi madre.
-Sí madre. ¿Está enferma? –Pregunté a mi padre.
-No le funciona bien la memoria -dijo en voz baja- ¿Y tú? ¿Qué tripa se te ha roto?
-¿Qué? –me asaltó con una respuesta que yo no esperaba- Es grave… ¿Solo puedo venir para eso?
-Dime tú…
            No podía creerlo ¡Aquella mujer doblada sobre su propia espalda era mi madre! Y yo peleado por una absurda riña de intereses.
-¿Qué quieres?
-Pues… me he quedado sin trabajo. Tengo una situación complicada. No encuentro trabajo, mis amigos se cubren sus propias espaldas, mi mujer me… presiona.
-Llevamos tres años sin ver a nuestro nieto -decía con rencor y con  su voz potente- sin saber de ti. Tu madre enferma, yo mayor. ¿Y me pides dinero? ¡Desvergonzado! ¡Sal por donde has venido! ¡Fuera… fuera de mi casa!
            Una lágrima recorría su mejilla.
            Volví a casa. El buzón estaba asediado de cartas del banco. Las recogí todas y las reciclé en la papelera. Subí. La misma acogida desesperanzada de todos los días.
                                                                           Año 4
                                                                           Presto

            Ya había dejado de tener sentido levantarse por las mañanas a buscar trabajo. Se debía de esconder cuando yo salía. Ella había encontrado, afortunadamente, un trabajo limpiando portales y escaleras de otros edificios. Nunca del suyo. ¡Las formas, las formas ante todo! Con eso no nos daba ni para la luz pero al menos era una ayuda. La vida activa le hacía pensar menos en el dinero y se había relajado la situación. Pero sin embargo, para mí, el día se pasaba vegetando en el sofá. Mantenía la casa limpia, las habitaciones hechas y me ocupaba de Carlitos. Supongo que había fracasado como persona.
            Me decidí a levantarme. Con las zapatillas de andar por casa bajé al portal, recogí las cartas del buzón. Me esperaba lo peor. Maite no lo sabía pero el paro se me acababa ya. Una de las cartas era del Ministerio de Trabajo. Me comunicaban justo lo que temía. Un hombre subió las escaleras. Eran de los trajeados que normalmente frecuentaban nuestro buzón casi a diario. Yo me hice el loco. Bajó al momento. Saludó con la cabeza. Subí. Había una carta colgada con una chincheta de la puerta.“Orden de desahucio, se ejecutará en tres días laborables”.
      ¿Qué? ¡Nos van a quitar nuestra casa! Arranqué el papel de la puerta. La abrí y la cerré de un portazo. Todo cuanto habíamos construido se derrumbaba a nuestro alrededor. Supongo que cuando firmas una hipoteca nunca piensas que al final no tendrás casa… ¡Eso no me pasará a mí! Y ahora todo es humo. El teléfono sonó.
-¿Sí?
-Soy Maite… ¿Ha habido suerte hoy?
-Nunca la hay… ¿Por qué iba a ser diferente hoy?
-Sé positivo. Oye, tengo que ir a recoger a Carlitos, me pilla de paso. Luego vamos directamente a casa. Ten la comida hecha. Hasta luego. Un beso.

-Adiós. Colgué.

 DALE A "ME GUSTA" EN MI PERFIL DE FACEBOOK (Alvaro Varela Plaza) Y CUELGO EL FINAL!!!