Ignoraban que llegarían
y prácticamente no tendrían dónde vivir. Abrí otra de las cartas. Era el seguro
de vida. Acaricié la idea del suicidio. Corrí al baño. Me paré al llegar a la
puerta. Dudé. Me volví a sentar. La idea del seguro me asediaba desde hacía
meses. ¡Es la única salida! Abrí el armario de las medicinas, rebusqué, saqué
unas cuantas, las vertí en la pila del baño. Nunca lo había pensado en serio. “¡No
puedo hacerlo!” Agua en un vaso. “¡Antes una carta!” Escribí: Perdonadme. Piensa en el amor que os tengo.
Espero que algún día sepáis entenderlo. Os quiero. La firmé. No creía lo
que mi cuerpo hacía. “¡Será lo mejor!” Me consolaba la conciencia.
Pastillas rojas, alargadas, todas juntas. Las hice pasar
con agua. Pronto me sentí mareado y me desplomé. No había vuelta atrás.
-¡Papá,
papi! ¡Estamos en casa! ¿No está papi?
-Mira
en su habitación…
-¿Papi?
…
-¡Mamá,
mamá! ¡Le pasa algo a papá!
Se
oían gritos. La agitación turbaba la escena.
-¡Cariño!
¡Carlos, hijo! -lloraba amargamente, se atragantaba con sus propias lágrimas
-¡Trae el teléfono! –no podía parar de sollozar, tendida…al lado del cadáver de
su marido, desfallecido, rodeado de pastillas -¿Emergencias?
-Sí…
¿Qué ocurre?
…
-¿Señora?
¿Nos puede indicar cuál es el problema?
-Mi…
mi marido. Creo… ¡Se ha suicidado!
Carlos zarandeaba el cuerpo inmóvil de su padre. Un hilo
de espuma blanca rezumaba por sus labios. El niño se lo limpió con la manga de
la camisa y se abrazó a su lado mientras, colgada al teléfono, su madre no era
capaz de controlar aquellas lágrimas traicioneras de rabia.
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