miércoles, 2 de octubre de 2013

Cuenta atrás (tercera parte)

-Han vuelto a venir. ¡Ya no sé qué decir! Mi madre… no puede ayudarnos más. Los vecinos… ¡hablan!
Para Maite las formas eran, junto a la hipoteca, las dos preocupaciones existenciales de su vida.
-Puedo pedir ayuda a Juan. Y sabes que trabajamos juntos mucho tiempo. Montó un taller de coches. Quizás pueda llevarle la contabilidad o algo. Y… bueno, siempre podríamos irnos a vivir con mis padres. La casa es grande y…
-¡No! Yo no me muevo de mi casa –se derrumbaba con cada palabra que intentaba gritar.
            Nos fuimos a la cama. Yo pronto, para levantarme al día siguiente otra vez temprano. Acosté a Carlitos. “¿Por qué habláis tan alto papi?” “Bueno”… le decía. “Te cuento un secreto, pero a nadie más”. “¡Vale!” “¡Es que mamá se está quedando sorda de un oído y no oye a papá!” Desde aquella noche Carlitos, solidario, con la falsa sordera de su madre, le gritaba con toda la fuerza de sus pulmones cada vez que quería algo.

Mes 3
Allegro
-Pero Juan, ya sabes que lo estamos pasando mal. Los padres nos hacen la compra, ¡no puedo pagar la casa! Necesito ese favor.
-Yo tengo el mismo problema. Cada día tengo menos clientes, y los que tengo no le cambian al coche ni el ambientador de pino.
-Entiendo…
-Lo siento. No puedo ayudarte.
            Poco menos que me cerró la puerta en la cara. Me sentía como el peón de aquella partida tan funesta. Salí otra vez a la calle. Por el tiempo que pasaba en ella bien me podía haber dedicado a hacerla.
            Ahora a casa de mis padres. Me había distanciado de ellos un poco después de casarme con Maite. Su impronta protectora me había marcado y ya con veinticuatro años decidí, para disgusto de ellos, sobretodo de mi madre, marcharme de casa. De hecho, haciendo cuentas mientras caminaba, eran… ¡Tres años sin saber de ellos!
            Llegué a la puerta principal. Llamé. Tardó en abrirse. Un hombre mayor, de pelo canoso, grandes gafas, cejas pobladas y barba de  tres días me abrió la puerta. Se sorprendió. “¿Qué haces aquí?” “¿Puedo pasar?” Se apartó y me dejó el camino libre. La casa estaba conservada en formol. Llegué al salón. Una mujer encorvada, con las piernas estiradas cubiertas por una manta, y los tobillos hinchados, descansaba en el sofá. “¿Es mamá?” “¡Cuesta reconocerla después de tres años…!” “¿Eh?”.
-¿Hijo?- Brotó un débil hilo de voz que casi no pude asociar a la dulce voz de mi madre.
-Sí madre. ¿Está enferma? –Pregunté a mi padre.
-No le funciona bien la memoria -dijo en voz baja- ¿Y tú? ¿Qué tripa se te ha roto?
-¿Qué? –me asaltó con una respuesta que yo no esperaba- Es grave… ¿Solo puedo venir para eso?
-Dime tú…
            No podía creerlo ¡Aquella mujer doblada sobre su propia espalda era mi madre! Y yo peleado por una absurda riña de intereses.
-¿Qué quieres?
-Pues… me he quedado sin trabajo. Tengo una situación complicada. No encuentro trabajo, mis amigos se cubren sus propias espaldas, mi mujer me… presiona.
-Llevamos tres años sin ver a nuestro nieto -decía con rencor y con  su voz potente- sin saber de ti. Tu madre enferma, yo mayor. ¿Y me pides dinero? ¡Desvergonzado! ¡Sal por donde has venido! ¡Fuera… fuera de mi casa!
            Una lágrima recorría su mejilla.
            Volví a casa. El buzón estaba asediado de cartas del banco. Las recogí todas y las reciclé en la papelera. Subí. La misma acogida desesperanzada de todos los días.
                                                                           Año 4
                                                                           Presto

            Ya había dejado de tener sentido levantarse por las mañanas a buscar trabajo. Se debía de esconder cuando yo salía. Ella había encontrado, afortunadamente, un trabajo limpiando portales y escaleras de otros edificios. Nunca del suyo. ¡Las formas, las formas ante todo! Con eso no nos daba ni para la luz pero al menos era una ayuda. La vida activa le hacía pensar menos en el dinero y se había relajado la situación. Pero sin embargo, para mí, el día se pasaba vegetando en el sofá. Mantenía la casa limpia, las habitaciones hechas y me ocupaba de Carlitos. Supongo que había fracasado como persona.
            Me decidí a levantarme. Con las zapatillas de andar por casa bajé al portal, recogí las cartas del buzón. Me esperaba lo peor. Maite no lo sabía pero el paro se me acababa ya. Una de las cartas era del Ministerio de Trabajo. Me comunicaban justo lo que temía. Un hombre subió las escaleras. Eran de los trajeados que normalmente frecuentaban nuestro buzón casi a diario. Yo me hice el loco. Bajó al momento. Saludó con la cabeza. Subí. Había una carta colgada con una chincheta de la puerta.“Orden de desahucio, se ejecutará en tres días laborables”.
      ¿Qué? ¡Nos van a quitar nuestra casa! Arranqué el papel de la puerta. La abrí y la cerré de un portazo. Todo cuanto habíamos construido se derrumbaba a nuestro alrededor. Supongo que cuando firmas una hipoteca nunca piensas que al final no tendrás casa… ¡Eso no me pasará a mí! Y ahora todo es humo. El teléfono sonó.
-¿Sí?
-Soy Maite… ¿Ha habido suerte hoy?
-Nunca la hay… ¿Por qué iba a ser diferente hoy?
-Sé positivo. Oye, tengo que ir a recoger a Carlitos, me pilla de paso. Luego vamos directamente a casa. Ten la comida hecha. Hasta luego. Un beso.

-Adiós. Colgué.

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