lunes, 30 de septiembre de 2013

Cuenta atrás (segunda parte)

Corría mientras la gente me miraba raro. El reloj marcaba las 8:35 de la mañana. No sabía a dónde ir. Me encontré frente a un bar. El luminoso de Mahou era el único canto de sirena de la calle. “¡Todavía no me daré a eso!” Seguí corriendo, despreocupado y a la vez asaltado por mis más profundos demonios. Casi choqué con un mendigo que pedía recostado como “Long John Silver”, sobre su muleta de trípode de madera. “¡Espero no verme en esas!” Seguí trotando, las 8:40… al final llegué al portal que recibía mi casa. Entré, despeinado, con un huidizo chorro de sudor por la frente. Las escaleras brillaban con la luz del sol que se filtraba por la ventana de arriba. Me crucé con un hombre. Envuelto en traje de pingüino, mocasines relucientes y sonrisa de atrezo.
-¿Conoce usted a los inquilinos del segundo A? -me dijo gesticulando con las cejas.
-Huraños. Sin duda gente rara. Poco se les ve –salí del paso para no admitir que era mi casa.
-Si les viera -me estudiaba con aquella mirada felina- dígales que en el buzón tienen las órdenes de pago.
            Bajó las escaleras y empujó las cartas dentro del buzón. Yo subí. ¡Nos estaban buscando ya para pagar! Llegué a la puerta. Giré la llave. Maite estaba detrás de la puerta. Con el rímel llorando por sus mejillas y el rubor de éstas instalado en sus ojos.
-¡Han venido a darnos el último aviso para pagar! -dijo esforzándose por no llorar.
-Ya… me lo he encontrado abajo.
-¡Buitres! ¡Carroñeros sin vergüenzas! ¡Son hienas que se nutren de la desgracia ajena! ¡Canallas!
            Maite lloraba desconsolada en mi hombro. “¿Te han dado ya la nómina?”... “¿Por qué estás en casa tan pronto…?” Me senté en una de las sillas que adornaban la mesa del comedor. Me acurruqué sobre mis propias piernas. Miré a Maite con gesto desesperanzado. Ya lo había adivinado.
-¡No me digas…! ¡No!... ¿Qué vamos ha hacer? ¿Lo has pensado? ¿Eres consciente?
-Ya…
-¿Ya? ¿Eso es todo? Increíble.
            Se echaba las manos a la cabeza. Se tapaba los ojos con la palma de las manos. Lloraba y a la vez destrozaría la casa, arrancaría hasta la última lágrima de las que goteaban de sus ojos. Nunca le había gustado llorar, “¡Débiles!” decía. Detestaba que la gente se derrumbara. Creo que ella ya había vivido demasiadas reconstrucciones.
-No llores, recuerda lo que tú siempre dices… eres una luchadora.

Semana 2
Andante
            Esperaba sentado mi turno. Retorcía el pañuelo del bolsillo de la americana intentado escurrir el sudor que me robaba de las manos. Aquella estancia lúgubre. Los aspirantes hechos con molde: mocasines oscuros, traje oscuro, gafas de pasta, oscuras, y corazón oscuro, también. Las sillas de armazón de inquisidor me estaban destrozando las lumbares. Pensaba sin parar en Maite y Carlitos. Luchaba a diario con aquella impotencia que parecía decirme “¡Ríndete!”.
-Siguiente, por favor.
            Era mi turno. El joven que estaba dentro salió sonriendo, se dio la mano con otro de los aspirantes. Según habían comentado estudiaron juntos, en la universidad. Yo… a duras penas había acabado unos estudios interrumpidos por la famélica situación de mi familia. Entré detrás del entrevistador.
-¿Por qué está usted interesado en este puesto?
-Pues… -me temblaba la voz como a un tartamudo- yo he buscado otros empleos desde que perdí hace dos semanas el mío y…
-¿Somos su… segunda alternativa?
-¡No! –en realidad ya eran mi quinta alternativa, mi plan casi “f”-estaba muy interesado en el puesto de… -Ojeé rápido los carteles de la sala, encima de la mesa un calendario: “Transportes Martínez”, ponía -transportista -no había tenido tiempo ni de leer de qué iba el puesto -así que…
-Siento decepcionarle… pero trabajamos vendiendo automóviles. Esta es solo la oficina. ¡Cuénteme!
Sentía en el estómago lo que sin duda se podrían llamar mariposas, me sudaban las manos tanto que tuve que esconderlas bajo la mesa. ¿Qué iba a contarle?
-Bueno tengo experiencia. Trabajé más de diez años en…
-¡Ya no está de moda la experiencia! Ahora buscamos otro perfil. ¿Tiene estudios universitarios?
-No.
-¿Habla inglés?
-No.
-Ya, ¿francés?
-No.
-¿Calcularía de cabeza ciento cuarenta y siete por doce?
-No.
Pero qué iba a hacer… ¿Vender un coche o ser embajador de la firma?
-          De acuerdo… ya le llamaremos.
      Salí de la oficina. Había oído el “ya le llamaremos” más que Larra el “vuelva usted mañana” y aún así no me desesperaba. Seguía buscando algo. El entrevistador le guiñó el ojo al muchacho que había entrado delante. ¡Enhorabuena! Pensé en decirle. ¡Eres ingeniero pero venderás coches! Se habían convertido las empresas en un chiringuito y hacían su agosto a costa de la desesperación de la gente.

      Rebusqué en la chaqueta un bocadillo de chóped envuelto en un trozo de albal. Maite me lo había metido por la noche. Me había levantado a las seis de la mañana para ir de entrevistas y llegaría, probablemente, pasadas las doce. Y todos los días con la misma pregunta. “¿Qué tal?” y como respuesta: Cabeza gacha, gesto serio, párpados entrecerrados y un ¡Mañana irá mejor!
      Terminé de mordisquear el mendrugo endurecido. Metí otra vez la mano en la chaqueta. Tenía la dirección de la última entrevista del día. Era en una planta de procesado de alimentos. Caminé más de doce quilómetros, no me podía permitir un taxi, ni un autobús, a duras penas el subsidio por desempleo llegaba para la hipoteca. Caminábamos al filo de la navaja.
      Llegué. La puerta estaba entreabierta. Fuera, sin aspirantes. Dentro dos hombres charlaban animadamente disfrutando un puro.
-Vengo por la entrevista.
-Ya…-le hizo un gesto con la cabeza al hombre que fumaba, éste lo entendió y se marchó a esperar fuera -verá… el que acaba de salir… es mi hijo. Ha perdido su trabajo. Era contable  ¿Sabe?
-Ya… la familia lo primero…
-Lo siento.
-Seguro que encuentra algo. ¡Siga buscando! Lo siento, otra vez.
            Salí del despacho con la misma respuesta recurrente. La calle estaba nuevamente abarrotada. Me recordaba a las mañanas en que yo salía del portal, caminaba canturreando y llegaba a la franquicia. Era hora de volver a casa. Esta situación estaba asesinando silenciosamente nuestra vida en pareja. Maite cada día estaba más preocupada, Carlitos nos oía discutir constantemente y… a mí… se me partía el corazón por no poder cuidar de lo más bonito que me había ocurrido.

            Llamé a la puerta. Maite me abrió. Su sonrisa pronto se tornó en llanto. La puerta del salón se entreabrió. Yo sabía que Carlitos intentaba seguir el hilo de aquel drama.

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