viernes, 27 de septiembre de 2013

Cuenta atrás

Ganadora del concurso "Cuentos del aula 2012" convocado por el instituto Hernán Pérez del Pulgar (Ciudad Real) el día 24/05/2012

Cuenta atrás

 "Estamos todos reunidos para despedir a un buen hombre… un hombre que se vio sobrepasado por la vida, atacado por los demonios que ha creado el hombre…"
La perorata discursiva del párroco se pierde entre las avenidas desangeladas del camposanto. Yaces en una cárcel de granito. ¿Y en tu esquela qué pondrá? "Murió por dejarse morir"
Aquella mujer controla las lágrimas que evidenciaban un alma rota. Aquel niño. ¿Sabe lo qué pasa? Sujeta con fuerza la mano de su madre.
Las estatuas que custodian las almas de los mausoleos te juzgan con la mirada. Estás muerto, le has puesto precio a la vida, crees hacer lo mejor y en realidad es lo más fácil, juegas a ser Dios y pierdes, y ahora, sin remedio para tu causa, una rosa roja adorna esa fría laja insensible; las lágrimas de los que amaste hacen las veces de suelo. Y los problemas… ellos continúan carroñando lo que queda de los tuyos…
"Descanse en paz"
Y el entierro acabó.
Día 1
Adagio
            Bajaba los escalones castigando con el trote de la suela de mis mocasines los escalones de terrazo. Acariciaba con la palma de la mano el lomo de la barandilla. Maite y Carlitos aún dormían.
            Maite siempre dormía en el lado derecho de la cama, de lado, dejando el pelo caer suavemente sobre su tez clara. Sus mejillas camuflaban cada mañana la lumbre de un rojo apasionado… las recordaba durante todo el día.
            Carlitos dormía a pierna suelta, ocupando más del doble del espacio que la cama tenía, descansaba abrazando a su osito de peluche. Creo que lo compré cuando Maite aún estaba embarazada de él… ¿Niño o niña? Cada mañana me despertaba haciéndome esa pregunta trascendental. Ahora él asomaba, bajo el edredón de superhéroes, sus pequeñas manos rosadas y su pelo azabache siempre alborotado.
            Al llegar al final de la escalera enrollada que conducía a la puerta translúcida del portal número treinta y dos, abrí el buzón, recogí las cartas que había dentro y, apretando el pulsador de la puerta, salí.
            La acera hervía. Eran las ocho y cinco de la mañana. Yo burbujeaba entre los peatones que luchaban por adelantarse por la derecha. Mientras esperaba mi turno en un semáforo, ojeaba las cartas que había recogido del buzón. Como de costumbre, el banco nos recordaba a finales de mes que habíamos firmado un pacto con el diablo y que éste no aceptaba demoras. Maite me apremiaba todos los días para que le adelantara mi paga y abonar la letra de la hipoteca. La retórica imperativa de la sucursal ejercía sobre ella un efecto demoledor. Yo siempre le repetía con un tono gracioso "¡Maite, cariño… mi nómina no es elástica… un día la vas a romper de tanto estirarla!" y luego dejaba escapar una tímida carcajada, a lo que ella respondía, turbada ante la perspectiva de encontrar la figura del cobrador del frac ante su puerta, con un gruñido de indiferencia y luego, enfadada, decía… "¡Que llegue pronto!"
            La siguiente carta era… ¡Afortunadamente! Publicidad de mi compañía telefónica, que mantenía conmigo una correspondencia casi diaria. Hice con ella una pelota y la deposité en una papelera sobresaturada de la calle.
            Levanté otra vez la vista. El sol asomaba entre las ventanas de los edificios. Escrutaba los balcones hasta que me choqué con el número diecisiete, la oficina de la franquicia donde trabajaba. Haciendo un esfuerzo titánico, peleándome con la gente que caminaba con anteojeras, crucé la acera y me dispuse a entrar. Levanté el brazo y  apreté el tirador que estaba helado después de toda la noche a la intemperie. La manga del traje despertó a las manecillas del reloj…-¡Puntual!- eran las ocho y cuarto de la mañana.
            Pero, para mi sorpresa estaba del todo cerrada. Miré por la cristalera que hacía las veces de escaparate. El interior tenía un austero color de oscuridad. Levanté la vista -¡Qué raro…!- En aquel momento, uno de los informáticos del sector tres me imitó agarrando el tirador.
-¿Sabes… si…?
-Nada. Y ya es la hora.
            El reloj se impacientaba. ¡Las ocho y veinte de la mañana! Algún trabajador más montaba guardia a nuestro lado. Me impresionó comprobar que era el único que llegaba a mi hora a trabajar. La multitud crecía. Unos preguntaban a otros. La desinformación era lo único que nos unía. Al final opté por coger el teléfono. Tenía guardado el número de recursos humanos. Marqué… 654…32… los dedos imprimían su huella en el teclado con la tinta gélida de la mañana.
-Buenos días… Ha llamado usted al departamento de recursos humanos…
 -Buenos días señorita… -No pude continuar pues una voz metálica interrumpió mis palabras- Para pedir cita, pulse uno. Para informarse sobre las bajas por maternidad, pulse dos….
            La voz robótica continuaba en su autómata perorata mientras trataba de encontrar una posibilidad que me resultase oportuna.
-…Para conocer la ubicación de nuestras franquicias en España, pulse uno, uno.
            Parece que ya se habían acabado las combinaciones de dos números, esperaba con infantil impaciencia que pronto no me tocara escuchar combinaciones triples.
-Si prefiere una atención personalizada, pulse almohadilla, tres, asterisco.
¡Esa! ¡Esa es! Cogí el teléfono, recordé la última clave del robot y lo introduje en el teclado.
-En seguida le pasamos con un agente…
            Un hilo musical entretuvo la espera a la vez que una multitud cada vez más agitada y confundida se agolpaba en las puertas de la franquicia.
-Buenos días caballero, le habla… - intenté intervenir pero fue imposible- María Dolores, ¿En qué  puedo ayudarlo?
-Buenas señorita, llevo esperando más de quince minutos para entrar a trabajar a la oficina diecisiete. No hay nadie… ¿Pasa algo?
-Le informo caballero de que la franquicia Hermanos García ha presentado suspensión de pagos y, por lo tanto, cesa su actividad industrial desde esta misma mañana. Le será enviada la información en breve. ¡Qué pase un buen día!
            Continué la conversación con el comunicar de la línea. El pitido me taladraba la cabeza… la mano de porcelana dejó resbalar el móvil. Cayó al suelo. Un transeúnte pasó corriendo a mi lado. Lo pisó. La pantalla se estremeció bajo su huella. Ni siquiera se volvió. Me agaché, a duras penas podía seguir respirando y el vaho del cristal del escaparate se había escabullido, recogí el móvil, con la pantalla reventada y los números del teclado revueltos entre los trozos de cristal y plástico. Las voces del rebaño cada vez iban cobrando más fuerza. Uno de los hombres, menudo, de complexión más bien bohemia, de patilla de pasta y maletín de cuero miraba con los ojos trabados. "¡No puede ser, nos tratan como animales!" La sensación de descontento se iba extendiendo. Yo me separé del cristal, que cada vez se hacía más cóncavo a causa de los empujones de los indignados ex-trabajadores. Volví a ser consciente de la situación. Me di la vuelta, empujé a todo el mundo y salí corriendo, con la corbata izada rompiendo el viento mientras la gente me interpelaba buscando un culpable al que responsabilizar de su drama...
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