Ganadora del concurso
"Cuentos del aula 2012" convocado por el instituto Hernán Pérez del
Pulgar (Ciudad Real) el día 24/05/2012
Cuenta atrás
"Estamos todos reunidos para despedir a
un buen hombre… un hombre que se vio sobrepasado por la vida, atacado por los
demonios que ha creado el hombre…"
La perorata discursiva del párroco se pierde entre
las avenidas desangeladas del camposanto. Yaces en una cárcel de granito. ¿Y en
tu esquela qué pondrá? "Murió por dejarse morir"
Aquella mujer controla las lágrimas que evidenciaban
un alma rota. Aquel niño. ¿Sabe lo qué pasa? Sujeta con fuerza la mano de su
madre.
Las estatuas que custodian las almas de los
mausoleos te juzgan con la mirada. Estás muerto, le has puesto precio a la
vida, crees hacer lo mejor y en realidad es lo más fácil, juegas a ser Dios y
pierdes, y ahora, sin remedio para tu causa, una rosa roja adorna esa fría laja
insensible; las lágrimas de los que amaste hacen las veces de suelo. Y los
problemas… ellos continúan carroñando lo que queda de los tuyos…
"Descanse
en paz"
Y el entierro acabó.
Día
1
Adagio
Bajaba los escalones castigando con el trote de la suela
de mis mocasines los escalones de terrazo. Acariciaba con la palma de la mano
el lomo de la barandilla. Maite y Carlitos aún dormían.
Maite siempre dormía en el lado derecho de la cama, de
lado, dejando el pelo caer suavemente sobre su tez clara. Sus mejillas camuflaban
cada mañana la lumbre de un rojo apasionado… las recordaba durante todo el día.
Carlitos dormía a pierna suelta, ocupando más del doble
del espacio que la cama tenía, descansaba abrazando a su osito de peluche. Creo
que lo compré cuando Maite aún estaba embarazada de él… ¿Niño o niña? Cada
mañana me despertaba haciéndome esa pregunta trascendental. Ahora él asomaba,
bajo el edredón de superhéroes, sus pequeñas manos rosadas y su pelo azabache
siempre alborotado.
Al llegar al final de la escalera enrollada que conducía
a la puerta translúcida del portal número treinta y dos, abrí el buzón, recogí
las cartas que había dentro y, apretando el pulsador de la puerta, salí.
La acera hervía. Eran las ocho y cinco de la mañana. Yo
burbujeaba entre los peatones que luchaban por adelantarse por la derecha.
Mientras esperaba mi turno en un semáforo, ojeaba las cartas que había recogido
del buzón. Como de costumbre, el banco nos recordaba a finales de mes que
habíamos firmado un pacto con el diablo y que éste no aceptaba demoras. Maite
me apremiaba todos los días para que le adelantara mi paga y abonar la letra de
la hipoteca. La retórica imperativa de la sucursal ejercía sobre ella un efecto
demoledor. Yo siempre le repetía con un tono gracioso "¡Maite, cariño… mi
nómina no es elástica… un día la vas a romper de tanto estirarla!" y luego
dejaba escapar una tímida carcajada, a lo que ella respondía, turbada ante la
perspectiva de encontrar la figura del cobrador del frac ante su puerta, con un
gruñido de indiferencia y luego, enfadada, decía… "¡Que llegue
pronto!"
La siguiente carta era… ¡Afortunadamente! Publicidad de
mi compañía telefónica, que mantenía conmigo una correspondencia casi diaria.
Hice con ella una pelota y la deposité en una papelera sobresaturada de la
calle.
Levanté otra vez la vista. El sol asomaba entre las
ventanas de los edificios. Escrutaba los balcones hasta que me choqué con el
número diecisiete, la oficina de la franquicia donde trabajaba. Haciendo un
esfuerzo titánico, peleándome con la gente que caminaba con anteojeras, crucé
la acera y me dispuse a entrar. Levanté el brazo y apreté el tirador que estaba helado después
de toda la noche a la intemperie. La manga del traje despertó a las manecillas del
reloj…-¡Puntual!- eran las ocho y cuarto de la mañana.
Pero, para mi sorpresa estaba del todo cerrada. Miré por
la cristalera que hacía las veces de escaparate. El interior tenía un austero
color de oscuridad. Levanté la vista -¡Qué raro…!- En aquel momento, uno de los
informáticos del sector tres me imitó agarrando el tirador.
-¿Sabes… si…?
-Nada. Y ya es la hora.
El reloj se impacientaba. ¡Las ocho y veinte de la
mañana! Algún trabajador más montaba guardia a nuestro lado. Me impresionó
comprobar que era el único que llegaba a mi hora a trabajar. La multitud
crecía. Unos preguntaban a otros. La desinformación era lo único que nos unía.
Al final opté por coger el teléfono. Tenía guardado el número de recursos
humanos. Marqué… 654…32… los dedos imprimían su huella en el teclado con la
tinta gélida de la mañana.
-Buenos días… Ha llamado usted al departamento de
recursos humanos…
-Buenos días
señorita… -No pude continuar pues una voz metálica interrumpió mis palabras-
Para pedir cita, pulse uno. Para informarse sobre las bajas por maternidad,
pulse dos….
La voz robótica continuaba en su autómata perorata
mientras trataba de encontrar una posibilidad que me resultase oportuna.
-…Para conocer la ubicación de nuestras franquicias
en España, pulse uno, uno.
Parece que ya se habían acabado las combinaciones de dos
números, esperaba con infantil impaciencia que pronto no me tocara escuchar
combinaciones triples.
-Si prefiere una atención personalizada, pulse
almohadilla, tres, asterisco.
¡Esa! ¡Esa es! Cogí el
teléfono, recordé la última clave del robot y lo introduje en el teclado.
-En seguida le pasamos con un agente…
Un hilo musical entretuvo la espera a la vez que una
multitud cada vez más agitada y confundida se agolpaba en las puertas de la
franquicia.
-Buenos días caballero, le habla… - intenté
intervenir pero fue imposible- María Dolores, ¿En qué puedo ayudarlo?
-Buenas señorita, llevo esperando más de quince
minutos para entrar a trabajar a la oficina diecisiete. No hay nadie… ¿Pasa
algo?
-Le informo caballero de que la franquicia Hermanos
García ha presentado suspensión de pagos y, por lo tanto, cesa su actividad
industrial desde esta misma mañana. Le será enviada la información en breve.
¡Qué pase un buen día!
Continué la conversación con el comunicar de la línea. El
pitido me taladraba la cabeza… la mano de porcelana dejó resbalar el móvil.
Cayó al suelo. Un transeúnte pasó corriendo a mi lado. Lo pisó. La pantalla se
estremeció bajo su huella. Ni siquiera se volvió. Me agaché, a duras penas
podía seguir respirando y el vaho del cristal del escaparate se había
escabullido, recogí el móvil, con la pantalla reventada y los números del
teclado revueltos entre los trozos de cristal y plástico. Las voces del rebaño
cada vez iban cobrando más fuerza. Uno de los hombres, menudo, de complexión más
bien bohemia, de patilla de pasta y maletín de cuero miraba con los ojos
trabados. "¡No puede ser, nos tratan como animales!" La sensación de
descontento se iba extendiendo. Yo me separé del cristal, que cada vez se hacía
más cóncavo a causa de los empujones de los indignados ex-trabajadores. Volví a
ser consciente de la situación. Me di la vuelta, empujé a todo el mundo y salí
corriendo, con la corbata izada rompiendo el viento mientras la gente me
interpelaba buscando un culpable al que responsabilizar de su drama...
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