Solo el triste y pelado árbol que
adornaba un desconchado rincón del recibidor, recordaba que estábamos en
navidad. Yo me afanaba en doblar las servilletas de papel haciendo la forma de
cisne que Claire siempre confeccionaba; lo más que conseguía era hacer de ella
un doblez inservible. Ya no escuchaba las carreras de los gemelos, ni el árbol temblaba con el peso
de la estrella, ni la chimenea hacía de los calcetines los flecos del alfeizar.
No hubo más Navidad desde el accidente.
Guardé
el dinero en el bolsillo que aún conservaba íntegras las costuras. Volví a
arrodillarme sobre el colchón, ahora sin preocuparme por el descanso de John,
que luchaba consigo mismo para poder respirar. Entre el forro del colchón,
escondido en una bolsa de tela; descubrí el oso de peluche que había esperado
aquella noche bajo las agujas del abeto de navidad. Ya no tenía el pelo suave,
ni los ojos profundos brillantes. Pero seguía siendo capaz de arrancarme una
sonrisa.
Recuerdo cuando cumplí
dieciocho años. Aquel día mi regalo fue un beso en la mejilla y un frío adiós.
Por primera vez en la vida fui libre. Pero no supe qué hacer con esa libertad.
Cuando me di cuenta de lo que significaba salir del centro de acogida, me
cargué la maleta al hombro y recorrí la ciudad. La casa en la que había crecido
estaba ahora en ruinas. La ventana por la que se veía el árbol y en la que se
reflejaba el rostro de la lumbre de la chimenea, estaba tapiada. La puerta
pendía de una bisagra y las tejas se precipitaban desde el tejado con el aleteo
de las palomas. No tuve agallas para entrar.
Todos seguían
plácidamente dormidos. Evité la figura de los mendigos que se amontaban en
torno al barril. Alguno de ellos ya casi invisible, inmóvil, silenciado el
chirriar de la respiración en su pecho, enmudecido, tapado por la nieve que
seguía creciendo a su alrededor. Me adentré en el coloquio de resuellos y me
incliné sobre el barril. Removí con un palo las cenizas de la lumbre, ya
extinguidas, y saqué de uno de los laterales el pliego del periódico que había
conseguido resistir el fuego. Lo sacudí, restregando el hollín contra mi
abrigo, y envolví el peluche torpemente, haciendo de las columnas un papel de
regalo.
Mary dormía
profundamente, escondida bajo los ropajes desgarrados y los remiendos de la
manta que cubría a su madre. Nunca le había preguntado la edad, no sabía
exactamente si era una niña o una adolescente, pero aquella nariz roja, aquellas
mejillas coloreadas y su voz estridente delataban el espíritu infantil que la
dura vida que llevaba le obligaba a dejar atrás. Levanté la manta, cogí con
delicadeza su mano, y dejé bajo su brazo el peluche envuelto, con el trozo de
periódico consumido, con la fecha de la edición cubriendo los ojos vidriosos
del peluche.
24/12/12
Feliz Navidad, le
susurré, besando con delicadeza su frente.
Luego me volví a tumbar
en el colchón, pero no me tapé con la manta, no intenté refugiarme del yugo
helado de la nieve sobre mi cuerpo, no me acurruqué en la espalda de John. Solo
cerré los ojos.
“
La bandeja plateada salió de la cocina y con ella la expectación de la familia
alrededor de la mesa…”
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