La noche sopló con fuerza, el reflejo
azogado del fuego se perdió en las curvas de la nieve, y un periódico voló
desde la tranquilidad de su cubo de basura. La hoja quedó enganchada en mis
piernas, luchando por liberarse del grillete de mis muslos. La recogí. Las
letras ya morían empapadas por la severidad de algún charco. Imaginé aquella
hoja vestida de árboles estampados, de trineos dorados y renos pintando la cola
de una estrella fugaz. Podría ser un papel de regalo. Lancé la hoja a la boca
desfigurada del barril. Las llamas la trataron con indiferencia al principio y
la hicieron desaparecer después. No se consumieron las cenizas sin antes dejar
constancia de la fecha que, relegada en una esquina, resistía el calor del
interior un pedazo del encabezado.
El
árbol se tambaleaba; amenazaba la estrella que descansaba ensartada con precipitarse desde el ápice, con los
golpes que los gemelos le propinaban a las ramas más bajas, escudriñando entre
ellas, apartando las agujas para encontrar escondidos, para alienar de su
intimidad, los paquetes de los regalos. Uno aseguraba ver las pisadas de Santa
perderse en la profundidad de la chimenea del salón. La abuela dormitaba en la
mecedora, doblegada por la resaca de la cena, mientras los chicos abrían con
entusiasmo los regalos que descansaban bajo su nombre. Los clavos de la
chimenea se doblaban aquejados del peso
de los calcetines que soportaban, oscilando con un vaivén juguetón desde el
alfeizar de la chimenea. Aún guardo el oso de peluche que me encontré bajo el
árbol.
El
aliento helado de la noche volvió a devolverme a la realidad. Las llamas se
extinguían lentamente mientras el frío cada vez era más intenso. Nadie había
sido testigo de mi peregrinar nocturno, tan solo el reflejo de las luces de
Times en el charco de nieve. Di un paso y me alejé del barril, ya casi apagado.
Tenía los pies entumecidos, casi me costaba sentir las irregularidades del
suelo en la punta de los dedos. Caminé lo justo como para salir de la calle en
la que nos escondíamos al mundo, doblé la esquina y corrí. Corrí sorteando los
desperdicios que se amontonaban en la trastienda de los negocios, evitando
perturbar a otros más afortunados que habían conseguido conciliar el sueño;
corrí hasta que mis pies helados se engancharon en una baldosa arpada. Caí de
bruces contra el suelo. Dolorida, sintiendo la piel raspada y un hilo de sangre
en las rodillas, conseguí salir a Times. Me sentí la protagonista de las luces
que recorrían la fachada de los rascacielos. Me llevé la mano a la rodilla,
calmé el dolor de la caída, y me incliné sobre la cristalera de un escaparate.
De nuevo, salí corriendo, cojeando, sorteando otra vez los desperdicios.
Aquella navidad, el
árbol había quedado empolvado, guardado en el desván, apresadas sus agujas
verdecidas por la mordaza de un pliego de cinta adhesiva. De los clavos de la
chimenea pendía cuidadosamente la tela
de una araña que se balanceaba, ajena a su inoportuna situación. La abuela
recitaba quedamente, o alzando su vieja voz desgarrada, el recuerdo de su
juventud, mientras la casa enmudecía, alienada de la compañía de los gemelos.
El marco de la boda de mamá nos daba la espalda y la cocina olía extrañamente a
nada.
Tan
solo unos instantes había durado envuelta en la
caricaturesca personalidad de Times, maquillado cada centímetro de miles
de luces, inmutable su carácter y voluble el contenido de unas palabras que se
desvanecen vagamente en el aire. De vuelta a mi calle comprobé, aliviada, que
mi marcha no había influido nada en el sueño de cuantos descansaban en sus
jergones, acariciando el húmedo cabecero de ladrillo. La intensa nevada
contribuía a nuestro olvido, sepultando bajo un manto blanco la efigie de los
habitantes del suelo. Caía osada,
incluso sobre las cenizas humeantes del barril que perecía congelado.
Dudé un instante, y luego recordé el motivo de mi apremiante regreso. Me lancé
casi sobre el jergón que me cobijaba. John pareció querer enterarse, pero solo
emitió un bufido sordo que hizo eco en el cartón vacío. Levanté la manta. Luego
tiré con fuerza de la esquina del colchón, y conseguí levantarlo del suelo a la
vez que introducía la mano bajo la tela y sacaba un vaso de plástico arrugado.
John volvió a revolverse, suspiró con fuerza y, luego, se durmió de nuevo. Le
di la vuelta al vaso. El tintineo metálico interrumpió al silencio, las monedas
cayeron con un revuelo juvenil, atascándose en las irregularidades del vaso, y
quedaron esparcidas entre mis pies. Conté atropelladamente la suma de dinero.
Luego, metí los dedos en el vaso, y saqué un
billete de cinco dólares. Había reunido un total de doce dólares.
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