sábado, 21 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (2º parte)

La noche sopló con fuerza, el reflejo azogado del fuego se perdió en las curvas de la nieve, y un periódico voló desde la tranquilidad de su cubo de basura. La hoja quedó enganchada en mis piernas, luchando por liberarse del grillete de mis muslos. La recogí. Las letras ya morían empapadas por la severidad de algún charco. Imaginé aquella hoja vestida de árboles estampados, de trineos dorados y renos pintando la cola de una estrella fugaz. Podría ser un papel de regalo. Lancé la hoja a la boca desfigurada del barril. Las llamas la trataron con indiferencia al principio y la hicieron desaparecer después. No se consumieron las cenizas sin antes dejar constancia de la fecha que, relegada en una esquina, resistía el calor del interior un pedazo del encabezado.

                El árbol se tambaleaba; amenazaba la estrella que descansaba ensartada  con precipitarse desde el ápice, con los golpes que los gemelos le propinaban a las ramas más bajas, escudriñando entre ellas, apartando las agujas para encontrar escondidos, para alienar de su intimidad, los paquetes de los regalos. Uno aseguraba ver las pisadas de Santa perderse en la profundidad de la chimenea del salón. La abuela dormitaba en la mecedora, doblegada por la resaca de la cena, mientras los chicos abrían con entusiasmo los regalos que descansaban bajo su nombre. Los clavos de la chimenea se  doblaban aquejados del peso de los calcetines que soportaban, oscilando con un vaivén juguetón desde el alfeizar de la chimenea. Aún guardo el oso de peluche que me encontré bajo el árbol.

            El aliento helado de la noche volvió a devolverme a la realidad. Las llamas se extinguían lentamente mientras el frío cada vez era más intenso. Nadie había sido testigo de mi peregrinar nocturno, tan solo el reflejo de las luces de Times en el charco de nieve. Di un paso y me alejé del barril, ya casi apagado. Tenía los pies entumecidos, casi me costaba sentir las irregularidades del suelo en la punta de los dedos. Caminé lo justo como para salir de la calle en la que nos escondíamos al mundo, doblé la esquina y corrí. Corrí sorteando los desperdicios que se amontonaban en la trastienda de los negocios, evitando perturbar a otros más afortunados que habían conseguido conciliar el sueño; corrí hasta que mis pies helados se engancharon en una baldosa arpada. Caí de bruces contra el suelo. Dolorida, sintiendo la piel raspada y un hilo de sangre en las rodillas, conseguí salir a Times. Me sentí la protagonista de las luces que recorrían la fachada de los rascacielos. Me llevé la mano a la rodilla, calmé el dolor de la caída, y me incliné sobre la cristalera de un escaparate. De nuevo, salí corriendo, cojeando, sorteando otra vez los desperdicios.
           
Aquella navidad, el árbol había quedado empolvado, guardado en el desván, apresadas sus agujas verdecidas por la mordaza de un pliego de cinta adhesiva. De los clavos de la chimenea pendía cuidadosamente  la tela de una araña que se balanceaba, ajena a su inoportuna situación. La abuela recitaba quedamente, o alzando su vieja voz desgarrada, el recuerdo de su juventud, mientras la casa enmudecía, alienada de la compañía de los gemelos. El marco de la boda de mamá nos daba la espalda y la cocina olía extrañamente a nada.

            Tan solo unos instantes había durado envuelta en la  caricaturesca personalidad de Times, maquillado cada centímetro de miles de luces, inmutable su carácter y voluble el contenido de unas palabras que se desvanecen vagamente en el aire. De vuelta a mi calle comprobé, aliviada, que mi marcha no había influido nada en el sueño de cuantos descansaban en sus jergones, acariciando el húmedo cabecero de ladrillo. La intensa nevada contribuía a nuestro olvido, sepultando bajo un manto blanco la efigie de los habitantes del suelo. Caía osada,  incluso sobre las cenizas humeantes del barril que perecía congelado. Dudé un instante, y luego recordé el motivo de mi apremiante regreso. Me lancé casi sobre el jergón que me cobijaba. John pareció querer enterarse, pero solo emitió un bufido sordo que hizo eco en el cartón vacío. Levanté la manta. Luego tiré con fuerza de la esquina del colchón, y conseguí levantarlo del suelo a la vez que introducía la mano bajo la tela y sacaba un vaso de plástico arrugado. John volvió a revolverse, suspiró con fuerza y, luego, se durmió de nuevo. Le di la vuelta al vaso. El tintineo metálico interrumpió al silencio, las monedas cayeron con un revuelo juvenil, atascándose en las irregularidades del vaso, y quedaron esparcidas entre mis pies. Conté atropelladamente la suma de dinero. Luego, metí los dedos en el vaso, y saqué un  billete de cinco dólares. Había reunido un total de doce dólares.

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