viernes, 20 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (1º parte)

Un copo de nieve vino a parar a mis pies. Palidecíamos bajo aquel invierno de ciudad cuyo aliento helado chocaba contra la cristalera de algún cálido hogar. Creo que era yo era la única cuyos ojos aún resistían el paso de las horas. Eran las dos y media de la madrugada. Pude ver la hora en el reflejo de un charco de nieve, en el que caprichosamente se miraba un luminoso de Times.  El cielo no daba pistas, engalanado del arcoíris de las luces que vendían anuncios a una calle desierta. Me di la vuelta y me tapé hasta donde el gorro no llegaba, me acurruqué en el jergón y cerré los ojos. Así traté de hacer frente a una noche que, impertinente, había decidido molestarme.

            El aroma de un horno repleto se perdió entre los gritos de los gemelos; la voz quejumbrosa, y el aliento destilado de la abuela, entonaba con aire desenfadado el “noche de paz”, y los chicos discutían animadamente sobre el dudoso home run de Buz Buxter en la Super Bowl. El mayor argumentaba, controlando atentamente el fastuoso nivel de su copa de whisky, que la pelota había sido lanzada antes de tiempo. El mediano escuchaba con desaprobación la explicación del mayor, asegurando que en realidad había sido un partido amañado y la carrera, un hito acordado de antemano. Claire colocaba las servilletas cuidadosamente enrolladas en sí mismas, con la punta bordada creando el delicado cuello de algún ave literaria, mientras, tras ella, los gemelos enfrentaban en cruenta batalla a los cisnes bordados. La bandeja plateada salió de la cocina y con ella la expectación de la familia alrededor de la mesa.

            El sueño del aroma del pavo hizo que me despertase. Ahora me incorporé. Nada había cambiado. Tan solo el tacto áspero de la manta envuelta en mil copos de nieve. Agité cuidadosamente el pelo de John, haciendo que los cristales helados se precipitaran al abismo del colchón. Ahora no pude ignorarme a mí misma. No pude cerrar de nuevo los ojos. Me puse de pie. Bajo la manta, el frío de la noche parecía encontrar una barrera; pero fuera cada inspiración conseguía estremecerme. John dormía a pierna suelta. El mechón que yo había liberado de la pesadez del invierno relucía, de nuevo, espejo de la farola que parpadeaba sobre nosotros. La yema de sus dedos sobresalía amoratada por los descosidos de los guantes de punto que vestía, y casi con la tenue aura de calor que desprendía, estrechaba entre sus brazos la abertura mordisqueada de un cartón de vino. Pasé sobre la silueta de sus piernas y me acerqué al barril que ocupaba el centro. El crepitar del fuego emitía un dulce sonido, que casi invitaba a ensimismarse en la forma de las lenguas que se elevaban desde el interior. Saqué las manos de la profundidad del abrigo e intenté acariciar la danza de las llamas. Alcé la vista de nuevo al cielo, intentando encontrar ahora el rastro anaranjado de una estrella fugaz; oscuridad tan solo, y nada más.
            Qué lejano el recuerdo y, sin embargo, cercana la sensación que me invadía al imaginar a toda la familia sentada alrededor de la mesa. Yo apenas recordaba aquel instante.

            Me miré en la superficie pulida del barril. Las líneas irregulares me devolvieron la imagen de mi rostro. Aún pude distinguir entre el brillo apagado de mi cabello y el asta de mis cejas, la timidez de unos ojos azules que había aprendido a olvidar. El abrigo que me cubría apenas me permitía sacar las manos de una manga interminable. Me desabroché los botones, dejé caer la prenda al suelo, y volví a inclinarme sobre el espejo del lomo de la lumbre. El jersey de cuello alto disimulaba el contorno de mi pecho, y un cinturón ajustado desdibujaba el recuerdo de mi cadera. Recorrí mi cuerpo con lentitud, me detuve en cada evidencia, escondida bajo el lastre de vivir en la calle; como si quisiera acordarme de él, como si ya nunca más fuera a ser capaz de reconocerme a mí misma. 

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