Los travesaños del banco crujieron cuando me levanté del asiento.
Elevé la mirada por encima de las peinetas, y observé la congestionada iglesia
entre el encaje negruzco de los velos. Respirar se hacía más difícil, como si
todas aquellas almas luchasen por el poco aire que flotaba enrarecido en la
sala. Me volví hacia el altar. Mi padre escudriñaba la losa que tapaba el
sepulcro, leyendo con la yema de los dedos las imperfecciones del mármol,
como si tratase de buscarle un sentido a lo que íbamos a hacer. Mi abuela,
desde el crucero de la nave, clavaba sus ojos hundidos en mí, apremiándome;
haciendo equilibrios sobre el bastón.
Espiré con fuerza. Mi aliento se condensó en la húmeda atmósfera que
nos rodeaba. Titubearon mis pasos al principio, luego marché más rápido, y
finalmente logré coordinar dos zancadas, que me hicieron chocar con el zócalo
granate de la tumba.
Mi padre nos miró convencido, y mi tío se encorvó con dificultad,
bajando hasta recostarse en la losa que debíamos desplazar. Yo, acomodé los
dedos bajo el voladizo irregular de la laja. Con una coordinación casi
orquestada, nuestros cuerpos cargaron sobre la tumba.
Al principio, solo el resuello ahogado de nuestros pulmones interrumpió
la expectación que levantamos. Luego, ahuecando un poco la colosal tapa,
empujamos con fuerza. El sonido de la piedra hizo temblar la débil estructura
del templo, que se estremeció con el chirrido. Mi tío tardó un instante en
incorporarse, y luego, sujetando su espalda como si temiera partirse, consiguió
que sus piernas lo sujetaran. Metimos la mano en la oscura cavidad que ahora
se revelaba ante nosotros. Yo lo hice el último. Mis dedos se urdieron en la tela
que protegía el descarnado torso. Mis yemas asieron el huesudo hombro del
abuelo. El contacto son aquella carne acartonada me erizó el pelo. La abuela
sostenía que aún conservaba un gesto pacífico, tranquilo, como si estuviera
esperando nuestra llegada desde su muerte. Sin embargo, yo no encontraba tal
sentimiento, mientras la fría humedad de su cuerpo me helaba la mano.
Ahora, otro crujido envolvió la sala, pero esta vez no era la piedra, que
reposaba apoyada en la tarima del altar. El desagradable ruido que pudimos
escuchar eran los huesos del abuelo, luchando contra la rigidez a la que su
descanso le obligaba. Una vez incorporado, la sala estalló en aplausos. Las
puertas de la iglesia se abrieron y entre los asistentes se filtraba el rumor lejano
de la música. La abuela se abalanzó sobre el cadáver y su peso pasó a
descansar en ella, que lo abrazaba efusivamente. Solté el cuerpo y froté
insistentemente las manos contra el chaleco de algodón. Ya descansaban en
mis bolsillos, pero seguía sintiendo el frío y .a humedad de aquel cuerpo inerte.
Mi madre se dirigió a mí, intentando felicitarme por tan memorable momento.
Pero tuve que esquivar su alegría. Corrí fuera de la sala, "necesito tomar el
aire"- me decía. Empujé a los últimos rezagados y salí a la calle.
Respiraba agitadamente, luchaba contra mi pecho para que el aire
entrase en mí, apretando las manos, como si intentara asir una cuerda que me
salvara de caer al vacío. Finalmente, me apoyé contra las escamas rugosas de
una encina, me encorvé en extremo; y vomité sobre las raíces del árbol que
huían del suelo.
El reloj de San Michelle volvió a sonar en la inmensidad de la llanura,
recordando con el compás de sus agujas el inminente fin de aquella noche
estrellada. Ya nadie deambulaba por la calle. Solo mi padre y yo, sentados en
una prominente piedra de la plaza que rodeaba la iglesia. Mirábamos a la
abuela en la lejanía, dibujadas sus curvas por la débil luz de la luna, y las del
abuelo. Sostenía a la momia en brazos, con su cabeza cerca de su inexistente
oreja, como su quisiera susurrarle algo al oído. Mi padre cabeceaba, apoyando
su cuerpo contra un árbol que se alzaba sobre nosotros.
Ella nunca solía extenderse tanto. Siempre besaba su boca huesuda y le
relataba el curso del último año. El silencio que el soliloquio le devolvía, no
hacía más que alimentar su fantasía, en la que incluso hacía pausas en su
monólogo, como si la figura del que fuera su marido quisiera responderle.
Este año, sin embargo, había pasado horas a su lado, apenas sin hablar,
observando la delicada pendiente sembrada del monte Giorvo.
Quizás ya no tuviera que esperar más años la gélida llegada de Marzo
para reunirse con él. La abuela se moría. Su tuberculosis se había agravado
durante el último año, y apenas tenía pañuelos que no contasen son la
sangrienta marca de la enfermedad.
Ahora ya no temía el desenlace de tan fatal dolencia. Solo se acurrucaba
junto al cuerpo de su marido, esperando que las campanadas del reloj de San
Michelle anunciaran el momento de descansar eternamente a su lado.
Historia basada en la tradición del pueblo de Venzone, Italia.
Tan solo quiero arrancar la sonrisa que se me escapa cuando escribo.
domingo, 27 de septiembre de 2015
jueves, 24 de septiembre de 2015
Los Eternos II
... Una vez abajo, el hombre me indicó con la mano el objeto de su fascinación. Señalaba
con insistencia una depresión que creaba un voladizo de los cimientos de la
iglesia. Me arrodillé de nuevo y eché un vistazo.
-rapido, una lanterna! -dije, sin retirar la vista del misterioso agujero.
De nuevo, el huesudo trabajador me acercó un pequeño frontal. Protegía
con su mano la débil llama que ondulaba sobre el soporte. Me coloqué el
frontal en la cabeza y dejé el diminuto depósito de petróleo en el suelo.
Introduje la cabeza sobre el voladizo, esperando que resistiera, a riesgo
de que toda la estructura se desmoronase sobre mi cabeza. La llama iluminó
aquel recoveco. En el fondo, allende la linterna solo permitía intuir los
volúmenes, había una tumba. Me arrastré por el suelo, repté entre los cascotes
que se desprendían de lo que debía ser el piso del altar, y llegué a un
sarcófago de piedra, cuya laja, había sido también destrozada. Aquí el receso
permitía cierto movimiento y pude ponerme en cuclillas. Retiré los restos de la
laja y dentro, escondida bajo el polvo de la operación, cubierta por un paño
rojo y un sudario raído; estaba el cuerpo. No me gustaba la palabra milagro y
sin embargo, no encontraba una explicación para lo que veía. Contrariamente
al resto, de los que solo quedaba polvo y un osario desfigurado, ésta estaba
inexplicablemente momificada. Las manos, aún cruzadas sobre el mandil
carmesí, descansaban sobre el pecho. El cuerpo todavía estaba encarnado,
encorvado, aquejado de una prominente joroba y la cara incorrupta, con un
misterioso halo de eternidad en su gesto.
Salí presto del agujero, elevado en volandas por los diligentes obreros, y
mandé llevar a la momia al altar de la iglesia. Los hombres hesitaron un
momento, como si solo el contacto con tan extraordinario fenómeno pudiera
alterar la naturaleza de sus embrutecidos cuerpos.
- rápido! non faro nulla, questo morti signore! -dije con un aire burlón, y
desaparecí del cementerio.
Ahora tenía que escribir esto, poner mis pensamientos en orden, y
mandar el mensaje lo más rápido posible.
Hasta aquí podemos leer al abate Napolitano. Estas últimas líneas le han
resultado casi impracticables al narrador, pues el abate escribía con mucha
prisa. La carta va dirigida al prelado de Roma, franqueada con un sello de
aspecto monacal.
12 de Marzo de 1857, decimo tercer aniversario de la muerte de Giorgio Scala:
La abuela decía que habíamos sido bendecidos con el don de la
inmortalidad. Se había convertido en una viuda muy respetable, y la familia, en
una institución casi de Venzone. Nunca comprendí por qué la nuestra fue una
de las pocas familias cuyos antepasados se conservaron en tan incorruptible
estado. Otros solo eran polvo y hueso cuando la laja se corría, pero el abuelo
resistía, año tras año, postrado con sus manos cruzadas y su barba lampiña,
con la sonrisa forzada y las piernas agarrotadas; en su tumba.
-Marco, sbrigati o faremo tarde! -gritaba mi madre desde la cocina,
mientras yo me peleaba con el abotonado de la camisa.
Las tarde había sido el cansino preámbulo de la agitada noche.
Habíamos esperado en casa, recogidos entre la rancia mezcolanza de los
perfumes de los asistentes. Ahora, la sala se había vaciado, el chéster de cuero
descansaba de la pesadez de los traseros, y se hinchaba progresivamente,
haciendo ascender sus botones. El cenicero rebosaba por los laterales, y las
colillas rodaban por la mesa, arrastradas por la suave brisa que mecía la
ventana.
Mi madre irrumpió en el cuarto de baño. El raquítico espejo apenas
permitía vislumbrar el propio reflejo, azogado por las imperfecciones del baño
de mercurio. Me asió por el cuello de la camisa, y terminó de abrocharla.
Luego, me empujó fuera de la estancia y con un tono serio, y los labios
fruncidos, como si no quisiera dejar escapar las palabras de su boca, añadió:
stiamo aspettando.
Quizás me retrasara adrede, para posponer la ceremonia que nos
esperaba.
La llanura que rodeaba Venzone permanecía durante unas horas
poseída por un aura espectral, que formaban las antorchas que se elevaban
entre los muchos curiosos.
Las viejas se abrían paso tras el cortejo fúnebre que imitaba los pasos
del párroco hasta la iglesia. El reloj de San Michelle anunciaba las doce,
susurrando las campanadas entre el canto apagado de las viejas llorosas. A
duras penas pasamos entre los portalones de la iglesia, los cuales solo se
abrían para ocasiones especiales, y tomamos asiento en los bancos más
cercanos al altar, reservados a los familiares.
La misa fue tediosa, larga, interrumpida constantemente por el llanto
histérico de algún enajenado, que brotaba desde el público, arengado desde el
púlpito por aquel curra lagrimoso e intempestivo. Su nariz aguileña se curvaba
difícilmente sobre su labio superior, impidiendo la movilidad de éste, que le
hacía arrastrar las eses y escupir impertinentemente al hablar.
Yo volvía constantemente la mirada hacia el lateral de la sala.
Flanqueando el ábside de la pequeña iglesia, un retablo
desproporcionadamente grande narraba la historia del cura Andrea Napolitano,
el que en 1647 había encontrado la primera momia de Venzone, con la que
había nacido el mito. Las tablillas alternaban las escenas de las excavaciones
con reconstrucciones más o menos fieles de la momia que descansaba en el
cementerio. El retablo se estrechaba cada vez más, convirtiendo la historia en
un galimatías que al final, coronaba la celda acristalada en la que nos
contemplaba la mummia del Gobbo.
Me sacó del trance la estridente melodía que brotó de la muchedumbre.
Todos cantaron a coro, probablemente celebrando el final de la misa. El chirrido
de los bancos al correrse me estremeció. Mi padre se levantó y caminó hacia el
altar. Mi tío le siguió, por último, mi abuela me miró e inclinó gentilmente la
cabeza. Yo les seguí...
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lunes, 21 de septiembre de 2015
Los Eternos parte I
Los Eternos
16 de Agosto de 1647, en la loma del monte Giorvo, Venzone, Italia:
Hacía una noche desagradablemente cálida. De aquel atardecer cobrizo,
pendía un telón caniculoso, que apenas permitía vislumbrar los amarillentos
campos de la toscana. La luna aparecía fugazmente entre unas nubes que
surcaban velozmente un cielo interminable. Reinaba el silencio. Un silencio
mágico, solo interrumpido por el aleteo nocturno de alguna lechuza, y el
martilleo metálico de los picos en la lejanía.
Entienda el lector, que dicha información solo se conoce por referencias,
en este caso las del abate Andrea Napolitano, cuyos manuscritos
escudriñamos ahora mismo; pues entienda que yo, como usted, también
barajeo entre mis manos las memorias de otro. No por intromisión, ni mucho
menos. Solo para comprender de qué suerte o macabra tradición se trata.
Sigamos...
...un silencio mágico, solo interrumpido por el aleteo nocturno de alguna
lechuza, y el martilleo metálico de los picos en la lejanía. El sonido parecía
llegar arrastrado por una brisa imperceptible desde la llanura en la que se
alzaba Venzone, o más bien, en la que Venzone descansaba, pues la ciudad se
adaptaba a la perfección a la inexistente geografía del terreno. En la lejanía se
observaba, cuando la luna palidecía tras las nubes, un ejército de luciérnagas
en lo que a todas luces correspondía a la iglesia de San Michelle. El edificio
era, de la misma manera, sobrio y desaliñado, con una mampostería irregular,
negruzco y sucio. Nos acercamos ahora al patio trasero de la iglesia.
Caminando entre el armónico vaivén de las mieses del trigo, llegamos a la tapia
de dicho patio. La pared se eleva lo suficiente como para salvaguardar el
descanso del camposanto. En lo alto, se enrollan caprichosamente los zarcillos
de una morera.
Llegados a este punto, los apuntes del abate se entremezclan, su
caligrafía antes clara, se hace tosca, como si lo que nos desvelara a
continuación le turbase la mente. Y aunque el lector no tendrá que hacer el
titánico esfuerzo de desencriptar las hojas descabaladas del diario, entenderá
que el análisis de sus memorias se complica.
...en lo alto, se enrollan caprichosamente los zarcillos de una morera.
Caminamos un poco más, dejando el muro a la derecha, y alcanzamos una
pequeña entrada; o más bien una grieta, que se abre entre el cuerpo de adobe
que parchea la estructura. El aspecto del cementerio es desolador. Los obreros
se desperdigan por el diminuto espacio entre las tumbas, el compás de los
picos maltrata los losas de los sepulcros, que se acumulan arpadas en una
esquina del patio. El piso había tomado un cariz montañoso, como si un
terremoto hubiera sacudido exclusivamente el descanso de los cuerpos. De la
tierra revuelta brotan los miembros descarnados de los cadáveres, antes
cubiertos. Los operarios se afanan en reparar los cimientos del muro este, que
cede lentamente, dejando al descubierto los pilares que sujetan la torre.
Se me saltan las lágrimas, el martilleo metálico se mezcla con las blasfemias
de los hombres que escupen y apagan sus cigarrillos en la tierra bendecida.
-tengan cuidado con los cuerpos, ¡Levante el pie de esa calavera! -le
gritaba a uno de los trabajadores, uno obeso y bajito cuya cabellera grasienta
brillaba bajo la luz de los candiles.
-Riposari padre -decía una amalgama de voces roncas- di un bicchiere di
vino padre! -decía otra- Vattene a dormire -me exhortaban, desde la
profundidad de las excavaciones.
Permanecí un instante pasmado, observando perplejo la descabalada
empresa que había desmontado la tranquilidad de Venzone. Luego, entorné los
ojos, y me di media vuelta. Ahora dejaba el muro a la izquierda, y volvía
cabizbajo al anexo que constituía mi casa.
Bastó con unas zancadas, y me choqué con el portalón de madera que
guardaba el atrio de la sacristía. Giré el pomo. La puerta se abrió revelando el
pobre aspecto del zaguán que reunía magistralmente todas las estancias de la
vivienda. De nuevo, dudé si adentrarme. Los muebles se adivinaban bajo el
espectral resplandor de la luna tras las cortinas verde oliva, que colgaban por
doquier. De repente, una voz me sacó de mis pensamientos.
-Miracolo, miracolo, vieni padre, vieni -gritaba una voz agitada- allegro
padre, allegro.
Solté el pomo y me di la vuelta. Corrí con dificultad, con las piernas
amordazadas por el bajo de la sotana. Flanqueé la entrada al camposanto y me
detuve contra la espalda sudorosa de uno de los albañiles.
Los hombres cerraban un círculo en torno al socavón más prominente,
en cuyas profundidades apenas conseguía asomar la coronilla de uno de ellos.
El hombre era inusualmente delgado. Me miraba con los ojos entornados
difícilmente visibles bajo sus cejas negruzcas y pobladas. Las prominentes
lentes resbalaban sobre su nariz aguileña, que había adquirido un extraño tic
en las aletas para colocase las gafas. El martilleo impertinente se había
interrumpido y solo la respiración profunda de las almas que me rodeaban
perturbaba el descanso de una noche, por lo demás; profunda.
Remangué mi sotana en un pliego, recogiendo el bajo ajironado con la
mano derecha y me arrodillé. Levanté la mano izquierda a medida que
introducía un pie en el foso. Uno de los obreros captó mi indirecta y estrechó
entre sus manos peludas la mía, ayudándome a bajar. Descendí de un salto y
ahora fue el escuálido albañil del agujero el que me asió por la cadera...
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