lunes, 21 de septiembre de 2015

Los Eternos parte I

Los Eternos 
16 de Agosto de 1647, en la loma del monte Giorvo, Venzone, Italia: 
 Hacía una noche desagradablemente cálida. De aquel atardecer cobrizo, 
pendía un telón caniculoso, que apenas permitía vislumbrar los amarillentos 
campos de la toscana. La luna aparecía fugazmente entre unas nubes que 
surcaban velozmente un cielo interminable. Reinaba el silencio. Un silencio 
mágico, solo interrumpido por el aleteo nocturno de alguna lechuza, y el 
martilleo metálico de los picos en la lejanía.   
Entienda el lector, que dicha información solo se conoce por referencias, 
en este caso las del abate Andrea Napolitano, cuyos manuscritos 
escudriñamos ahora mismo; pues entienda que yo, como usted, también 
barajeo entre mis manos las memorias de otro. No por intromisión, ni mucho 
menos. Solo para comprender de qué suerte o macabra tradición se trata. 
Sigamos... 
 ...un silencio mágico, solo interrumpido por el aleteo nocturno de alguna 
lechuza, y el martilleo metálico de los picos en la lejanía. El sonido parecía 
llegar arrastrado por una brisa imperceptible desde la llanura en la que se 
alzaba Venzone, o más bien, en la que Venzone descansaba, pues la ciudad se 
adaptaba a la perfección a la inexistente geografía del terreno. En la lejanía se 
observaba, cuando la luna palidecía tras las nubes, un ejército de luciérnagas 
en lo que a todas luces correspondía a la iglesia de San Michelle. El edificio 
era, de la misma manera, sobrio y desaliñado, con una mampostería irregular, 
negruzco y  sucio. Nos acercamos ahora al patio trasero de la iglesia. 
Caminando entre el armónico vaivén de las mieses del trigo, llegamos a la tapia 
de dicho patio. La pared se eleva lo suficiente como para salvaguardar el 
descanso del camposanto. En lo alto, se enrollan caprichosamente los zarcillos 
de una morera. 
 Llegados a este punto, los apuntes del abate se entremezclan, su 
caligrafía antes clara, se hace tosca, como si lo que nos desvelara a 
continuación le turbase la mente. Y aunque el lector no tendrá que hacer el 
titánico esfuerzo de desencriptar las hojas descabaladas del diario, entenderá 
que el análisis de sus memorias se complica. 
 ...en lo alto, se enrollan caprichosamente los zarcillos de una morera. 
Caminamos un poco más, dejando el muro a la derecha, y alcanzamos una 
pequeña entrada; o más bien una grieta, que se abre entre el cuerpo de adobe 
que parchea la estructura. El aspecto del cementerio es desolador. Los obreros 
se desperdigan por el diminuto espacio entre las tumbas, el compás de los 
picos maltrata los losas de los sepulcros, que se acumulan arpadas en una 
esquina del patio. El piso había tomado un cariz montañoso, como si un 
terremoto hubiera sacudido exclusivamente el descanso de los cuerpos. De la 
tierra revuelta brotan los miembros descarnados de los cadáveres, antes 
cubiertos. Los operarios se afanan en reparar los cimientos del muro este, que 
cede lentamente, dejando al descubierto los pilares  que sujetan la torre. 
Se me saltan las lágrimas, el martilleo metálico se mezcla con las blasfemias 
de los hombres que escupen y apagan sus cigarrillos en la tierra bendecida.  
 -tengan cuidado con los cuerpos, ¡Levante el pie de esa calavera! -le 
gritaba a  uno de los trabajadores, uno obeso y bajito cuya cabellera grasienta 
brillaba bajo la luz de los candiles. 
 -Riposari padre -decía una amalgama de voces roncas- di un bicchiere di 
vino padre! -decía otra- Vattene a dormire -me exhortaban, desde la 
profundidad de las excavaciones. 
 Permanecí un instante pasmado, observando perplejo la descabalada 
empresa que había desmontado la tranquilidad de Venzone. Luego, entorné los 
ojos, y me di media vuelta. Ahora dejaba el muro a la izquierda, y volvía 
cabizbajo al anexo que constituía mi casa.  
Bastó con unas zancadas, y me choqué con el portalón de madera que 
guardaba el atrio de la sacristía. Giré el pomo. La puerta se abrió revelando el 
pobre aspecto del zaguán que reunía magistralmente todas las estancias de la 
vivienda. De nuevo, dudé si adentrarme. Los muebles se adivinaban bajo el 
espectral resplandor de la luna tras las cortinas verde oliva, que colgaban por 
doquier. De repente, una voz me sacó de mis pensamientos. 
 -Miracolo, miracolo, vieni padre, vieni -gritaba una voz agitada- allegro 
padre, allegro. 
 Solté el pomo y me di la vuelta. Corrí con dificultad, con las piernas 
amordazadas por el bajo de la sotana. Flanqueé la entrada al camposanto y me 
detuve contra la espalda sudorosa de uno de los albañiles. 
 Los hombres cerraban un círculo en torno al socavón más prominente, 
en cuyas profundidades apenas conseguía asomar la coronilla de uno de ellos. 
El hombre era inusualmente delgado. Me miraba con los ojos entornados 
difícilmente visibles bajo sus cejas negruzcas y pobladas. Las prominentes 
lentes resbalaban sobre su nariz aguileña, que había adquirido un extraño tic 
en las aletas para colocase las gafas. El martilleo impertinente se había 
interrumpido y solo la respiración profunda de las almas que me rodeaban 
perturbaba el descanso de una noche, por lo demás; profunda.  
 Remangué mi sotana en un pliego, recogiendo el bajo ajironado con la 
mano derecha y me arrodillé. Levanté la mano izquierda a medida que 
introducía un pie en el foso. Uno de los obreros captó mi indirecta y estrechó 
entre sus manos peludas la mía, ayudándome a bajar. Descendí de un salto y 
ahora fue el escuálido albañil del agujero el que me asió por la cadera...

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