lunes, 23 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (desenlace)

Solo el triste y pelado árbol que adornaba un desconchado rincón del recibidor, recordaba que estábamos en navidad. Yo me afanaba en doblar las servilletas de papel haciendo la forma de cisne que Claire siempre confeccionaba; lo más que conseguía era hacer de ella un doblez inservible. Ya no escuchaba las carreras de  los gemelos, ni el árbol temblaba con el peso de la estrella, ni la chimenea hacía de los calcetines los flecos del alfeizar. No hubo más Navidad desde el accidente.

            Guardé el dinero en el bolsillo que aún conservaba íntegras las costuras. Volví a arrodillarme sobre el colchón, ahora sin preocuparme por el descanso de John, que luchaba consigo mismo para poder respirar. Entre el forro del colchón, escondido en una bolsa de tela; descubrí el oso de peluche que había esperado aquella noche bajo las agujas del abeto de navidad. Ya no tenía el pelo suave, ni los ojos profundos brillantes. Pero seguía siendo capaz de arrancarme una sonrisa.

Recuerdo cuando cumplí dieciocho años. Aquel día mi regalo fue un beso en la mejilla y un frío adiós. Por primera vez en la vida fui libre. Pero no supe qué hacer con esa libertad. Cuando me di cuenta de lo que significaba salir del centro de acogida, me cargué la maleta al hombro y recorrí la ciudad. La casa en la que había crecido estaba ahora en ruinas. La ventana por la que se veía el árbol y en la que se reflejaba el rostro de la lumbre de la chimenea, estaba tapiada. La puerta pendía de una bisagra y las tejas se precipitaban desde el tejado con el aleteo de las palomas. No tuve agallas para entrar.

Todos seguían plácidamente dormidos. Evité la figura de los mendigos que se amontaban en torno al barril. Alguno de ellos ya casi invisible, inmóvil, silenciado el chirriar de la respiración en su pecho, enmudecido, tapado por la nieve que seguía creciendo a su alrededor. Me adentré en el coloquio de resuellos y me incliné sobre el barril. Removí con un palo las cenizas de la lumbre, ya extinguidas, y saqué de uno de los laterales el pliego del periódico que había conseguido resistir el fuego. Lo sacudí, restregando el hollín contra mi abrigo, y envolví el peluche torpemente, haciendo de las columnas un papel de regalo.

Mary dormía profundamente, escondida bajo los ropajes desgarrados y los remiendos de la manta que cubría a su madre. Nunca le había preguntado la edad, no sabía exactamente si era una niña o una adolescente, pero aquella nariz roja, aquellas mejillas coloreadas y su voz estridente delataban el espíritu infantil que la dura vida que llevaba le obligaba a dejar atrás. Levanté la manta, cogí con delicadeza su mano, y dejé bajo su brazo el peluche envuelto, con el trozo de periódico consumido, con la fecha de la edición cubriendo los ojos vidriosos del peluche.
24/12/12
Feliz Navidad, le susurré, besando con delicadeza su frente.
Luego me volví a tumbar en el colchón, pero no me tapé con la manta, no intenté refugiarme del yugo helado de la nieve sobre mi cuerpo, no me acurruqué en la espalda de John. Solo cerré los ojos.
“ La bandeja plateada salió de la cocina y con ella la expectación de la familia alrededor de la mesa…”



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sábado, 21 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (2º parte)

La noche sopló con fuerza, el reflejo azogado del fuego se perdió en las curvas de la nieve, y un periódico voló desde la tranquilidad de su cubo de basura. La hoja quedó enganchada en mis piernas, luchando por liberarse del grillete de mis muslos. La recogí. Las letras ya morían empapadas por la severidad de algún charco. Imaginé aquella hoja vestida de árboles estampados, de trineos dorados y renos pintando la cola de una estrella fugaz. Podría ser un papel de regalo. Lancé la hoja a la boca desfigurada del barril. Las llamas la trataron con indiferencia al principio y la hicieron desaparecer después. No se consumieron las cenizas sin antes dejar constancia de la fecha que, relegada en una esquina, resistía el calor del interior un pedazo del encabezado.

                El árbol se tambaleaba; amenazaba la estrella que descansaba ensartada  con precipitarse desde el ápice, con los golpes que los gemelos le propinaban a las ramas más bajas, escudriñando entre ellas, apartando las agujas para encontrar escondidos, para alienar de su intimidad, los paquetes de los regalos. Uno aseguraba ver las pisadas de Santa perderse en la profundidad de la chimenea del salón. La abuela dormitaba en la mecedora, doblegada por la resaca de la cena, mientras los chicos abrían con entusiasmo los regalos que descansaban bajo su nombre. Los clavos de la chimenea se  doblaban aquejados del peso de los calcetines que soportaban, oscilando con un vaivén juguetón desde el alfeizar de la chimenea. Aún guardo el oso de peluche que me encontré bajo el árbol.

            El aliento helado de la noche volvió a devolverme a la realidad. Las llamas se extinguían lentamente mientras el frío cada vez era más intenso. Nadie había sido testigo de mi peregrinar nocturno, tan solo el reflejo de las luces de Times en el charco de nieve. Di un paso y me alejé del barril, ya casi apagado. Tenía los pies entumecidos, casi me costaba sentir las irregularidades del suelo en la punta de los dedos. Caminé lo justo como para salir de la calle en la que nos escondíamos al mundo, doblé la esquina y corrí. Corrí sorteando los desperdicios que se amontonaban en la trastienda de los negocios, evitando perturbar a otros más afortunados que habían conseguido conciliar el sueño; corrí hasta que mis pies helados se engancharon en una baldosa arpada. Caí de bruces contra el suelo. Dolorida, sintiendo la piel raspada y un hilo de sangre en las rodillas, conseguí salir a Times. Me sentí la protagonista de las luces que recorrían la fachada de los rascacielos. Me llevé la mano a la rodilla, calmé el dolor de la caída, y me incliné sobre la cristalera de un escaparate. De nuevo, salí corriendo, cojeando, sorteando otra vez los desperdicios.
           
Aquella navidad, el árbol había quedado empolvado, guardado en el desván, apresadas sus agujas verdecidas por la mordaza de un pliego de cinta adhesiva. De los clavos de la chimenea pendía cuidadosamente  la tela de una araña que se balanceaba, ajena a su inoportuna situación. La abuela recitaba quedamente, o alzando su vieja voz desgarrada, el recuerdo de su juventud, mientras la casa enmudecía, alienada de la compañía de los gemelos. El marco de la boda de mamá nos daba la espalda y la cocina olía extrañamente a nada.

            Tan solo unos instantes había durado envuelta en la  caricaturesca personalidad de Times, maquillado cada centímetro de miles de luces, inmutable su carácter y voluble el contenido de unas palabras que se desvanecen vagamente en el aire. De vuelta a mi calle comprobé, aliviada, que mi marcha no había influido nada en el sueño de cuantos descansaban en sus jergones, acariciando el húmedo cabecero de ladrillo. La intensa nevada contribuía a nuestro olvido, sepultando bajo un manto blanco la efigie de los habitantes del suelo. Caía osada,  incluso sobre las cenizas humeantes del barril que perecía congelado. Dudé un instante, y luego recordé el motivo de mi apremiante regreso. Me lancé casi sobre el jergón que me cobijaba. John pareció querer enterarse, pero solo emitió un bufido sordo que hizo eco en el cartón vacío. Levanté la manta. Luego tiré con fuerza de la esquina del colchón, y conseguí levantarlo del suelo a la vez que introducía la mano bajo la tela y sacaba un vaso de plástico arrugado. John volvió a revolverse, suspiró con fuerza y, luego, se durmió de nuevo. Le di la vuelta al vaso. El tintineo metálico interrumpió al silencio, las monedas cayeron con un revuelo juvenil, atascándose en las irregularidades del vaso, y quedaron esparcidas entre mis pies. Conté atropelladamente la suma de dinero. Luego, metí los dedos en el vaso, y saqué un  billete de cinco dólares. Había reunido un total de doce dólares.

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viernes, 20 de diciembre de 2013

Un copo de nieve a mis pies (1º parte)

Un copo de nieve vino a parar a mis pies. Palidecíamos bajo aquel invierno de ciudad cuyo aliento helado chocaba contra la cristalera de algún cálido hogar. Creo que era yo era la única cuyos ojos aún resistían el paso de las horas. Eran las dos y media de la madrugada. Pude ver la hora en el reflejo de un charco de nieve, en el que caprichosamente se miraba un luminoso de Times.  El cielo no daba pistas, engalanado del arcoíris de las luces que vendían anuncios a una calle desierta. Me di la vuelta y me tapé hasta donde el gorro no llegaba, me acurruqué en el jergón y cerré los ojos. Así traté de hacer frente a una noche que, impertinente, había decidido molestarme.

            El aroma de un horno repleto se perdió entre los gritos de los gemelos; la voz quejumbrosa, y el aliento destilado de la abuela, entonaba con aire desenfadado el “noche de paz”, y los chicos discutían animadamente sobre el dudoso home run de Buz Buxter en la Super Bowl. El mayor argumentaba, controlando atentamente el fastuoso nivel de su copa de whisky, que la pelota había sido lanzada antes de tiempo. El mediano escuchaba con desaprobación la explicación del mayor, asegurando que en realidad había sido un partido amañado y la carrera, un hito acordado de antemano. Claire colocaba las servilletas cuidadosamente enrolladas en sí mismas, con la punta bordada creando el delicado cuello de algún ave literaria, mientras, tras ella, los gemelos enfrentaban en cruenta batalla a los cisnes bordados. La bandeja plateada salió de la cocina y con ella la expectación de la familia alrededor de la mesa.

            El sueño del aroma del pavo hizo que me despertase. Ahora me incorporé. Nada había cambiado. Tan solo el tacto áspero de la manta envuelta en mil copos de nieve. Agité cuidadosamente el pelo de John, haciendo que los cristales helados se precipitaran al abismo del colchón. Ahora no pude ignorarme a mí misma. No pude cerrar de nuevo los ojos. Me puse de pie. Bajo la manta, el frío de la noche parecía encontrar una barrera; pero fuera cada inspiración conseguía estremecerme. John dormía a pierna suelta. El mechón que yo había liberado de la pesadez del invierno relucía, de nuevo, espejo de la farola que parpadeaba sobre nosotros. La yema de sus dedos sobresalía amoratada por los descosidos de los guantes de punto que vestía, y casi con la tenue aura de calor que desprendía, estrechaba entre sus brazos la abertura mordisqueada de un cartón de vino. Pasé sobre la silueta de sus piernas y me acerqué al barril que ocupaba el centro. El crepitar del fuego emitía un dulce sonido, que casi invitaba a ensimismarse en la forma de las lenguas que se elevaban desde el interior. Saqué las manos de la profundidad del abrigo e intenté acariciar la danza de las llamas. Alcé la vista de nuevo al cielo, intentando encontrar ahora el rastro anaranjado de una estrella fugaz; oscuridad tan solo, y nada más.
            Qué lejano el recuerdo y, sin embargo, cercana la sensación que me invadía al imaginar a toda la familia sentada alrededor de la mesa. Yo apenas recordaba aquel instante.

            Me miré en la superficie pulida del barril. Las líneas irregulares me devolvieron la imagen de mi rostro. Aún pude distinguir entre el brillo apagado de mi cabello y el asta de mis cejas, la timidez de unos ojos azules que había aprendido a olvidar. El abrigo que me cubría apenas me permitía sacar las manos de una manga interminable. Me desabroché los botones, dejé caer la prenda al suelo, y volví a inclinarme sobre el espejo del lomo de la lumbre. El jersey de cuello alto disimulaba el contorno de mi pecho, y un cinturón ajustado desdibujaba el recuerdo de mi cadera. Recorrí mi cuerpo con lentitud, me detuve en cada evidencia, escondida bajo el lastre de vivir en la calle; como si quisiera acordarme de él, como si ya nunca más fuera a ser capaz de reconocerme a mí misma. 

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