domingo, 27 de septiembre de 2015

Los Eternos desenlace

Los travesaños del banco crujieron cuando me levanté del asiento.
Elevé la mirada por encima de las peinetas, y observé la congestionada iglesia
entre el encaje negruzco de los velos. Respirar se hacía más difícil, como si
todas aquellas almas luchasen por el poco aire que flotaba enrarecido en la
sala. Me volví hacia el altar. Mi padre escudriñaba la losa que tapaba el
sepulcro, leyendo con la yema de los dedos las imperfecciones del mármol,
como si tratase de buscarle un sentido a lo que íbamos a hacer. Mi abuela,
desde el crucero de la nave, clavaba sus ojos hundidos en mí, apremiándome;
haciendo equilibrios sobre el bastón.
 Espiré con fuerza. Mi aliento se condensó en la húmeda atmósfera que
nos rodeaba. Titubearon mis pasos al principio, luego marché más rápido, y
finalmente logré coordinar dos zancadas, que me hicieron chocar con el zócalo
granate de la tumba.
 Mi padre nos miró convencido, y mi tío se encorvó con dificultad,
bajando hasta recostarse en la losa que debíamos desplazar. Yo, acomodé los
dedos bajo el voladizo irregular de la laja. Con una coordinación casi
orquestada, nuestros cuerpos cargaron sobre la tumba.
 Al principio, solo el resuello ahogado de nuestros pulmones interrumpió
la expectación que levantamos. Luego, ahuecando un poco la colosal tapa,
empujamos con fuerza. El sonido de la piedra hizo temblar la débil estructura
del templo, que se estremeció con  el chirrido. Mi tío tardó un instante en
incorporarse, y luego, sujetando su espalda como si temiera partirse, consiguió
que sus piernas lo sujetaran. Metimos la mano en la oscura cavidad que ahora
se revelaba ante nosotros. Yo lo hice el último. Mis dedos se urdieron en la tela
que protegía el descarnado torso. Mis yemas asieron el huesudo hombro del
abuelo. El contacto son aquella carne acartonada me erizó el pelo. La abuela
sostenía que aún conservaba un gesto pacífico, tranquilo, como si estuviera
esperando nuestra llegada desde su muerte. Sin embargo, yo no encontraba tal
sentimiento, mientras la fría humedad de su cuerpo me helaba la mano.
 Ahora, otro crujido envolvió la sala, pero esta vez no era la piedra, que
reposaba apoyada en la tarima del altar. El desagradable ruido que pudimos
escuchar eran los huesos del abuelo, luchando contra la rigidez a la que su
descanso le obligaba. Una vez incorporado, la sala estalló en aplausos.  Las
puertas de la iglesia se abrieron y entre los asistentes se filtraba el rumor lejano
de la música. La abuela se abalanzó sobre el cadáver y su peso pasó a
descansar en ella, que lo abrazaba efusivamente. Solté el cuerpo y froté
insistentemente las manos contra el chaleco de algodón. Ya descansaban en
mis bolsillos, pero seguía sintiendo el frío y .a humedad de aquel cuerpo inerte.
Mi madre se dirigió a mí, intentando felicitarme por tan memorable momento.
Pero tuve que esquivar su alegría. Corrí fuera de la sala, "necesito tomar el
aire"- me decía. Empujé a los últimos rezagados y salí a la calle.
Respiraba agitadamente, luchaba contra mi pecho para que el aire
entrase en mí, apretando las manos, como si intentara asir una cuerda que me
salvara de caer al vacío. Finalmente, me apoyé contra las escamas rugosas de
una encina, me encorvé en extremo; y vomité sobre las raíces del árbol que
huían del suelo.
 El reloj de San Michelle volvió a sonar en la inmensidad de la llanura,
recordando con el compás de sus agujas el inminente fin de aquella noche
estrellada. Ya nadie deambulaba por la calle. Solo mi padre y yo, sentados en
una prominente piedra de la plaza que rodeaba la iglesia. Mirábamos a la
abuela en la lejanía, dibujadas sus curvas por la débil luz de la luna, y las del
abuelo. Sostenía a la momia en brazos, con su cabeza cerca de su inexistente
oreja, como su quisiera susurrarle algo al oído. Mi padre cabeceaba, apoyando
su cuerpo contra un árbol que se alzaba sobre nosotros.
 Ella nunca solía extenderse tanto. Siempre besaba su boca huesuda y le
relataba el curso del último año. El silencio que el soliloquio le devolvía, no
hacía más que alimentar su fantasía, en la que incluso hacía pausas en su
monólogo, como si la figura del que fuera su marido quisiera responderle.
 Este año, sin embargo, había pasado horas a su lado, apenas sin hablar,
observando la delicada pendiente  sembrada del monte Giorvo.
 Quizás ya no tuviera que esperar más años la gélida llegada de Marzo
para reunirse con él. La abuela se moría. Su tuberculosis se había agravado
durante el último año, y apenas tenía pañuelos que no contasen son la
sangrienta marca de la enfermedad.
 Ahora ya no temía el desenlace de tan fatal dolencia. Solo se acurrucaba
junto al cuerpo de su marido, esperando que las campanadas del reloj de San
Michelle anunciaran el momento de descansar eternamente a su lado.  
Historia basada en la tradición del pueblo de Venzone, Italia.  

1 comentario:

  1. Escabroso, tortuoso e incluso obsceno tema , ¡pero como lo manejas! nos transportas a ese momento mitad tradición mitad ......, pero a fin de cuentas ¡Tétrica historia de amor!
    gracias por mostrarnos el amor mas allá de la tumba.

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