... Una vez abajo, el hombre me indicó con la mano el objeto de su fascinación. Señalaba
con insistencia una depresión que creaba un voladizo de los cimientos de la
iglesia. Me arrodillé de nuevo y eché un vistazo.
-rapido, una lanterna! -dije, sin retirar la vista del misterioso agujero.
De nuevo, el huesudo trabajador me acercó un pequeño frontal. Protegía
con su mano la débil llama que ondulaba sobre el soporte. Me coloqué el
frontal en la cabeza y dejé el diminuto depósito de petróleo en el suelo.
Introduje la cabeza sobre el voladizo, esperando que resistiera, a riesgo
de que toda la estructura se desmoronase sobre mi cabeza. La llama iluminó
aquel recoveco. En el fondo, allende la linterna solo permitía intuir los
volúmenes, había una tumba. Me arrastré por el suelo, repté entre los cascotes
que se desprendían de lo que debía ser el piso del altar, y llegué a un
sarcófago de piedra, cuya laja, había sido también destrozada. Aquí el receso
permitía cierto movimiento y pude ponerme en cuclillas. Retiré los restos de la
laja y dentro, escondida bajo el polvo de la operación, cubierta por un paño
rojo y un sudario raído; estaba el cuerpo. No me gustaba la palabra milagro y
sin embargo, no encontraba una explicación para lo que veía. Contrariamente
al resto, de los que solo quedaba polvo y un osario desfigurado, ésta estaba
inexplicablemente momificada. Las manos, aún cruzadas sobre el mandil
carmesí, descansaban sobre el pecho. El cuerpo todavía estaba encarnado,
encorvado, aquejado de una prominente joroba y la cara incorrupta, con un
misterioso halo de eternidad en su gesto.
Salí presto del agujero, elevado en volandas por los diligentes obreros, y
mandé llevar a la momia al altar de la iglesia. Los hombres hesitaron un
momento, como si solo el contacto con tan extraordinario fenómeno pudiera
alterar la naturaleza de sus embrutecidos cuerpos.
- rápido! non faro nulla, questo morti signore! -dije con un aire burlón, y
desaparecí del cementerio.
Ahora tenía que escribir esto, poner mis pensamientos en orden, y
mandar el mensaje lo más rápido posible.
Hasta aquí podemos leer al abate Napolitano. Estas últimas líneas le han
resultado casi impracticables al narrador, pues el abate escribía con mucha
prisa. La carta va dirigida al prelado de Roma, franqueada con un sello de
aspecto monacal.
12 de Marzo de 1857, decimo tercer aniversario de la muerte de Giorgio Scala:
La abuela decía que habíamos sido bendecidos con el don de la
inmortalidad. Se había convertido en una viuda muy respetable, y la familia, en
una institución casi de Venzone. Nunca comprendí por qué la nuestra fue una
de las pocas familias cuyos antepasados se conservaron en tan incorruptible
estado. Otros solo eran polvo y hueso cuando la laja se corría, pero el abuelo
resistía, año tras año, postrado con sus manos cruzadas y su barba lampiña,
con la sonrisa forzada y las piernas agarrotadas; en su tumba.
-Marco, sbrigati o faremo tarde! -gritaba mi madre desde la cocina,
mientras yo me peleaba con el abotonado de la camisa.
Las tarde había sido el cansino preámbulo de la agitada noche.
Habíamos esperado en casa, recogidos entre la rancia mezcolanza de los
perfumes de los asistentes. Ahora, la sala se había vaciado, el chéster de cuero
descansaba de la pesadez de los traseros, y se hinchaba progresivamente,
haciendo ascender sus botones. El cenicero rebosaba por los laterales, y las
colillas rodaban por la mesa, arrastradas por la suave brisa que mecía la
ventana.
Mi madre irrumpió en el cuarto de baño. El raquítico espejo apenas
permitía vislumbrar el propio reflejo, azogado por las imperfecciones del baño
de mercurio. Me asió por el cuello de la camisa, y terminó de abrocharla.
Luego, me empujó fuera de la estancia y con un tono serio, y los labios
fruncidos, como si no quisiera dejar escapar las palabras de su boca, añadió:
stiamo aspettando.
Quizás me retrasara adrede, para posponer la ceremonia que nos
esperaba.
La llanura que rodeaba Venzone permanecía durante unas horas
poseída por un aura espectral, que formaban las antorchas que se elevaban
entre los muchos curiosos.
Las viejas se abrían paso tras el cortejo fúnebre que imitaba los pasos
del párroco hasta la iglesia. El reloj de San Michelle anunciaba las doce,
susurrando las campanadas entre el canto apagado de las viejas llorosas. A
duras penas pasamos entre los portalones de la iglesia, los cuales solo se
abrían para ocasiones especiales, y tomamos asiento en los bancos más
cercanos al altar, reservados a los familiares.
La misa fue tediosa, larga, interrumpida constantemente por el llanto
histérico de algún enajenado, que brotaba desde el público, arengado desde el
púlpito por aquel curra lagrimoso e intempestivo. Su nariz aguileña se curvaba
difícilmente sobre su labio superior, impidiendo la movilidad de éste, que le
hacía arrastrar las eses y escupir impertinentemente al hablar.
Yo volvía constantemente la mirada hacia el lateral de la sala.
Flanqueando el ábside de la pequeña iglesia, un retablo
desproporcionadamente grande narraba la historia del cura Andrea Napolitano,
el que en 1647 había encontrado la primera momia de Venzone, con la que
había nacido el mito. Las tablillas alternaban las escenas de las excavaciones
con reconstrucciones más o menos fieles de la momia que descansaba en el
cementerio. El retablo se estrechaba cada vez más, convirtiendo la historia en
un galimatías que al final, coronaba la celda acristalada en la que nos
contemplaba la mummia del Gobbo.
Me sacó del trance la estridente melodía que brotó de la muchedumbre.
Todos cantaron a coro, probablemente celebrando el final de la misa. El chirrido
de los bancos al correrse me estremeció. Mi padre se levantó y caminó hacia el
altar. Mi tío le siguió, por último, mi abuela me miró e inclinó gentilmente la
cabeza. Yo les seguí...
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