En la calle nada había
cambiado. La oscuridad volvía a cegarnos y solo la luz del farol de la parte
delantera permitía adivinar el trazado. “¡Seguidme!” Aquella figura descendía
entre la oscuridad que nos rodeaba, presta, sin dirigirnos palabra. Yo corría y
trotaba a ratos para ser capaz de cogerla. Al final se detuvo delante de un
edificio. La fachada lloraba ladrillos rotos, la ventanas tenían carreras de
arriba a abajo y largas grietas decoraban el diseño. Abrió sin llamar, se
introdujo en el primero. La puerta también estaba abierta. En el suelo,
derrumbado sobre la alfombra apolillada, un cuerpo desnutrido, sosteniendo con
el último aliento de su corazón un mendrugo de pan mohoso. En una esquina
lloraban dos mujeres, una joven de facciones marcadas, la otra castigada por el
látigo del tiempo. Ambas sonrisas fallecidas con el rigor mortis instalado en sus mejillas de las que había huido el
rubor. La figura de la capucha se agachó, tiró del pecho del hombre muerto,
abrió el saco y lo volvió a cerrar. Sus ojos se cerraron y sus pupilas se
hicieron enormes.
-¡Salgamos!
No me separaré mucho de ellas.
Salimos
como habíamos entrado. El olor era ahora insoportable.
-Me
voy, tengo trabajo hoy. Cuidado con el epílogo de la calle.
Nos
despedimos sin decir adiós. Me habían prohibido las fórmulas de cortesía.
Seguimos descendiendo. Vagabundos sangrando su miseria en
los portales de aquellas chabolas destruidas. Mujeres de pudor desarraigado
fornicando contra las columnas que sostenían los inestables edificios. Levanté
la vista. Otro pequeño farolillo tras el que se escondía una pareja de buitres
desdentados permitía observar un árbol alto, que se balanceaba fuertemente con
el viento. Éste tenía las ramas deshidratadas, las yemas carroñadas. El fulgor
de la vida le había abandonado hacía tiempo.
-No
te quedes atrás -me dijo el personaje con tono impertinente.
Nos
cruzamos con un caballero: gabardina hasta los pies, sombrero de copa y órbitas
desencajadas. “¡Félix!”, saludó al personaje. Éste le contestó con un grosero
asentimiento.
-¿Félix?
–Reí- ¿De dónde sale semejante nombre?
-Félix
Puente. ¿No me había presentado?
-¡Yo
no te he dado nombre!
Se
paró, me miró colérico, me increpó.
-Yo…
¡Me llamo como quiero! ¡Deja de hacer de mí la pantalla de tus frustraciones! ¡Deja
de medir el aire que respiro!
Yo también me paré. Le agarré del brazo, autoritario. En
definitiva a mí era al que pertenecía la custodia de sus pensamientos.
-No
tienes ningún derecho a hablarme así. ¡Cállate! Solo eres la invención de un loco
presidiario… -arrepintiéndome de haberme tachado de tal cosa- ¡De un
presidiario!
No entraba en razón, se movía a un lado y al otro, un tic
nervioso se había apoderado de uno de sus párpados, aquellos que yo dibujaba
bajo la luz de la luna. Los soportales desangelados pronto se convirtieron en
grada de los que esperaban satisfacer sus instintos animales.
-Unos
trazos desafortunados te han dado la vida al abrigo de una noche de soledad, de
libertad frustrada. ¿Qué te hace pensar que gozas de entidad propia? Tu único
sustento es la sangre que llora mi pluma.
-¿Crees
que eres más real que yo? La única diferencia entre nosotros es que yo, en
tinta, soy eterno y tú, perecedero.
-¿Eso
crees? -saqué una pequeña navaja, aquella que deslizaba acariciando el papel
para eliminar los borrones de la pluma.
-¿Qué
haces con eso? Suelta –se acercó y me agarró con fuerza el brazo- ¡Tírala! ¡No
me vas a borrar!
-¡Has
ido demasiado lejos!
Forcejeamos.
Era indiscutiblemente más fuerte que yo y la ira le daba una clara ventaja. Me
tropecé, caí de espaldas. Aquel falso Félix no respondía. ¡Basta! ¡No! ¡No desapareceré!
No podía controlarlo, el brazo me flojeó, la navaja se acercó peligrosamente a
mi estómago. Un empujón fortuito hizo que se deslizara hasta chocar con una de
mis costillas. Un torrente de sangre se abrió paso tiñendo la blancura de mi
camisa desabrochada. Se asustó, soltó la navaja. Yo sentía cómo la vida chorreaba
con la sangre. Asustado. Muerto de miedo. Corriendo despavorido. Se perdió en
la oscuridad mientras gritaba al silencio “¡Soy Félix Puente!” para acallar el
eco de su conciencia. Yo me desangraba en la acera. No era ahora tan diferente
al hombre de aquella estancia. Las bestias que se escondían entre las sombras
se trasfiguraban alargando sus dedos cadavéricos para asaltarme en mi último
aliento.
-¡Yo!
–cada palabra me robaba un segundo de vida- ¡Yo! Que os he dado la vida… -Los
adoquines se ruborizaban con el torrente de sangre que perdía- ¿Así me lo
pagáis? –Nadie hacía nada. Moría en la calle tan solo como llevaba años
haciéndolo en mi celda.
Cerré los ojos, me acurruqué en el final de la
calle y me quedé tendido sobre...
Observaba
inmiscuyéndome entre los barrotes de aquel oscuro agujero. El quinqué ya no
burbujeaba, la pluma había caído al suelo y la cabeza del escritor descansaba
sobre el blanco roto de la hoja. Las últimas palabras que los rayos más agudos
distinguían en su papel eran “…me quedé
tendido sobre…”
Continuaba pintando de negro el cielo. Colocando luceros
en la inmensidad de aquel manto de nada. La luz abandonó la sala, un río de
sangre goteaba hasta el suelo de la celda. La oscuridad anunció su muerte.